En Edificio España (2014) la cámara de Víctor Moreno se ponía al servicio de un documental a medio camino entre lo más puramente observacional y el ‹cinéma vérité›, explorando espacios y describiendo ambientes mientras interactuaba con los trabajadores y otras personas para capturar la esencia encerrada entre sus paredes de una sociedad y un momento histórico muy concreto. La cámara en mano y los planos fijos alternaban su foco entre lo arquitectónico y lo humano con un resultado final que transmitía cierta sensación de artefacto en construcción, como el mismo estilo del director y el interior del edificio. Ahora, en La ciudad oculta, su aproximación no puede ser más radical en tanto a lo referente a la creación de sus imágenes. La mirada del cineasta se sumerge esta vez en el subsuelo de la ciudad de Madrid, donde se encuentran una increíble colección de infraestructuras y túneles al servicio de la vida en la superficie. El transporte en metro, los pasos de tráfico subterráneo, el alcantarillado, cableados y servicios, obras de nuevas extensiones y lugares abandonados. La oscuridad siempre presente deja paso a retratar la vida en los cimientos de nuestros núcleos urbanos —que parecen de otro mundo—, consiguiendo planos que podrían imaginarse extraídos en muchas ocasiones de relatos ‹lovecraftianos› o films de ciencia ficción espacial.
La ciudad oculta deja a un lado cualquier tipo de convención sobre el formato documental o la frontera entre ficción y no ficción. Se encuentra mucho más cercano a una película experimental en el que la formación de texturas, la búsqueda de patrones y movimientos, la presencia del sonido y los silencios, el juego con la luz, formas y la actividad de los trabajadores sirve como base para trabajar la imagen cinematográfica en sí misma. Ya no es que no sea necesario reconocer todo lo que muestra Víctor Moreno, sino que la propia cinta da por sentado el efecto de sus composiciones visuales, creaciones únicas a partir de la humedad sobre el relieve de una pared, cables, corrientes de agua, iluminación que se filtra, las construcciones de las que no se sabe muy bien su función o motores encendidos. Estos son los elementos que atrapan la mirada como descubrimiento permanente de una irrealidad desconcertante. Algo que evoca en muchos aspectos al trabajo visto en Dead Slow Ahead (Mauro Herce, 2015), pero sin otorgar tanta importancia a la consistencia del tratamiento del espacio y sí usando mucho más el sonido como guía estética de una experiencia única y en perpetua mutabilidad.
La humedad, la suciedad, el traqueteo y zumbido constante de fondo de maquinaria industrial, trabajadores con trajes y animales. Un pequeño gran ecosistema se mantiene al margen pero en total interacción y simbiosis con la civilización a la que sirve. Los ruidos de la calle, la lluvia o el sol afectan de otras formas a esos lugares que la película examina minuciosamente. Planos fijos o con lentos movimientos que contextualizan pacientemente siluetas humanas cubriendo desplazamientos con destino o procedencia de un abismo. La integración de metraje de una pantalla de datos de situación de la red de metro, una cámara nocturna o trasladándose al nivel microscópico actúan de complemento desde lo más abstracto a lo más específico. Porque muchas de las imágenes de Víctor Moreno son imposibles de discernir racionalmente sin estar físicamente en los lugares que registra su cámara para comprobar su existencia y nuestra idea del universo en abstracto nada tiene que ver con su funcionamiento ni su verdadera naturaleza. La luz artificial aquí sirve para revelar pero también producir a voluntad todo lo que para el espectador es un misterio oculto por el orden y la rutina cotidiana de nuestras vidas a nivel del suelo.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.