Jorge Grau es si duda una de los máximos exponentes del cine de género español, un incómodo huerto que cultivó precisamente durante los años de dictadura granjeándose una reconocida fama como autor que no hacía ascos a la polémica. Suya fue la osadía de despelotar a la sex symbol del cine español de los 70 María José Cantudo en un emblema del destape de aquella década: La trastienda. También le debemos dos de los más sólidos productos del fantaterror patrio: Ceremonia sangrienta y No profanar el sueño de los muertos. Y es que tras iniciar una más que interesante carrera en los márgenes del cine español más experimental, Grau decidió echarse al monte apostando por aproximar los vértices de su cine a los escarpados terrenos del terror y suspense europeo, siguiendo la estela de esos artesanos del celuloide italiano que con desenvoltura y mucho talento lograron crear un universo propio e inquietante partiendo de los esquemas del gótico clásico anglosajón.
En este sentido amanece Pena de muerte, una especie de ‹giallo› a la española que contó con un reparto de lo más estrafalario. Cierto es que la cinta cuenta con unos paradigmas muy apegados a ese cine de intriga italiano que tanto éxito obtuvo en los sesenta y setenta, pero cogiendo para sí la forma de construir de gente como Umberto Lenzi o Sergio Martino en lugar de los venerados Dario Argento y Mario Bava. Quien se aproxime a la película en busca de esa elegancia supina característica de la mirada privilegiada del autor de Bahía de sangre o esa intriga “hitchcockiana” inherente a la grafía del director de Suspiria seguramente se dará de bruces con una robusta pared pintada con desencanto. Porque Pena de muerte se eleva como una cinta de intriga y suspense que parte de un cuento breve de Maupassant titulado El loco, que trataba de lanzar una crítica soterrada en contra de la pena de muerte vigente en esos años en España, pero cayendo en mi opinión en ciertas ínfulas que no sientan nada bien al disfraz exterior de un film que peca de lentitud y sosiego, algo que choca de bruces con el desparpajo que precisan este tipo de producciones.
Puesto que a pesar de ser considerado como un sucedáneo del ‹giallo›, en esta película no veremos las andanzas en cámara subjetiva del asesino, Grau optó asimismo por no escenificar ningún asesinato en pantalla, exhibiendo únicamente las consecuencias del acto criminal sin revelar la ejecución. Por ello la sangre brilla por su ausencia en un relato que poco a poco va perdiendo fuelle hasta convertirse en un esquema excesivamente convencional que nada nuevo aporta. Sí que cabe reseñar lo atractivo de su elenco de actores, contando con la presencia del siempre magistral Fernando Rey, así como el jugoso perfil de la bella Marisa Mell (el inolvidable porte femenino en Danger: Diabolik) y la interesante combinación de dos de los mayores sementales del cine español de los setenta: el venezolano Espartaco Santoni (también productor del film), más conocido entre los de mi generación por sus fiestas en la Marbella de Jesús Gil y por ese libro de memorias en el que desmenuzaba sus fornicaciones con medio ‹star system› femenino patrio (incluidas unas sorprendentes hemorroides que al parecer poseía Tita Cervera), y el sevillano Máximo Valverde (un habitual del programa Tómbola que igualmente sedujo con su mirada afectada de cierto estrabismo las carnes y sexo de la farándula hispana de los setenta).
La cinta nos traslada a un hotel de O Grove, localidad a la que arribará un veterano juez francés (Fernando Rey) en compañía de su escultural y joven esposa (Marisa Mell). El mencionado juez aparecerá como un alma atormentada de carácter llamativamente autoritario, pues es uno de los máximos defensores de la aplicación de la guillotina, punto que parece acarrear cierta insatisfacción en su cónyuge, quien revivirá un amor de juventud al reencontrarse en el establecimiento con un viejo amigo de profesión escritor (Espartaco Santoni), que para sorpresa se halla en el hostal con el fin de escribir un relato basado en las peripecias del sagaz juez que comparte cama con su ex-amante. Sin embargo, la calma que palpa el ambiente se verá truncada por la irrupción de una serie de asesinatos cometidos por un psicópata al que la policía española está tratando de cazar sin demasiada suerte. Fascinado por el salvajismo cometido por el asesino en sus tropelías, el juez prestará toda su colaboración con el fin de desenmascarar al maníaco que está atemorizando a los paisanos y residentes de O Grove. Mientras el juez investiga la ola de crímenes, irrumpirán en el hotel una joven que despertará ciertas apetencias sexuales en el magistrado y el novio de ésta (Máximo Valderde), un mancebo con muchas ganas de bajarse los pantalones delante de su bella compañera. En paralelo, Santoni y Mell encenderán ciertas brasas que aún permanecían vivas en la hoguera a espaldas del juez. Pero el asesino sigue suelto y es más que probable que adquiera la personalidad de algunos de estos siniestros personajes que se mueven como pez en el agua por los pasillos y habitaciones de la posada. ¿Quién será el misterioso homicida?
Bajo el paraguas argumental descrito, Grau tejió una cinta de violencia latente y trazo lento con incuestionables intenciones subliminales que decide ir por derroteros comedidos, desechando explotar parámetros explícitos. La ausencia de truculencia y sangre aleja a Pena de muerte de ese ‹exploitation› europeo que tan buenos recuerdos nos trae a algunos. Por contra Grau profundiza en la vertiente psicológica que aglutina el relato, ahondando en una línea narrativa discreta salpicada de algunos ‹flasbhack› tiznados de pesadilla que anticipan lo que parece entreverse a medida que se desarrolla la trama. Y es que quizás la ausencia de sorpresa y lo evidente del sendero por el que fluye el metraje resta varios puntos a una cinta que persigue el sobresalto con unas muescas demasiado trilladas y por consiguiente carentes de extrañeza.
No obstante, no cabe duda que Pena de muerte se alza como un thriller muy interesante que refleja esa ambición que ostentaba la compañía española Emaus Films, responsable de títulos tan variopintos como Pepita Jiménez o Emanuelle negra. Y como no, se alza también como un exponente muy claro de la forma de crear de un Jorge Grau que aún sigue entre nosotros como uno de esos últimos mohicanos que lucharon desde dentro para derrotar el puritanismo y la falta de libertad existente en la España de la dictadura.
Todo modo de amor al cine.