Australia, años 80. Algo se cocinaba ya desde finales de la década anterior en el país oceánico, y a raíz de la incursión de títulos como Mad Max o nombres como el de Peter Weir, toda una industria comenzaba a encontrar subterfugios en los que volcar inquietudes propias… desde lo ajeno. Punto de partida del ‹ozploitation› y de uno de esos nombres ineludibles para el mismo como el de Richard Franklin, autor apenas tres años antes de uno de los iconos de género ‹aussies›, Patrick, que después de Road Games emigraría a Hollywood para rodar la segunda parte de la mítica Psicosis.
Un detalle, este último, que bien podría ser pasado por alto en cualquier otro marco, pero que contextualizado desde el que sería posterior film australiano del cineasta en lustros —a mediados de los 90 volvería, ya lejos del cine de género, para rodar Hotel Sorrento—, se comprende como consecuente antesala de aquella Psicosis II escrita por un Tom Holland que aún no había debutado tras las cámaras. Y es que más allá de los evidentes guiños realizados por Franklin al llamado “maestro del suspense” —como el modo en que el protagonista, Quid, llama a su imprevista acompañante, Hitch (en relación al vocablo inglés ‹hitchhiker›, traducción literal de autoestopista), o esa revista donde aparece el británico en portada tirada dentro de su camión—, Road Games se erige como un ejercicio autoconsciente al revelar desde el tratamiento de una sencilla premisa aquello que vendría a ser la coartada de género asumida desde la más absoluta de las normalidades; el periplo que emprenderán un camionero —encarnado por un genial Stacy Keach— y su compañera de viaje —una jovencísima y entonada Jamie Lee Curtis que venía de protagonizar ya tótems del cine de terror como Halloween, La niebla o Prom Night—, encauzado a través de un diálogo donde dirimen el ‹modus operandi› del asesino, ya otorga una idea sobre el tono e intenciones del film, aludiendo a un jugueteo que Franklin sabe en todo momento hacia donde dirigir.
Pero la mirada del autor de Link —y, probablemente, de uno de los guionistas más importantes de tal etapa en el cine australiano, Everett De Roche, autor de libretos como los de Patrick, Largo fin de semana o Razorback— no se queda en ese recreo lúdico alrededor de las constantes del género, y los parajes australianos vuelven a cobrar una importancia inusitada; en esta ocasión, no en torno a la dimensionalidad que cobran ante personajes que se ven sumidos en una dislocación de la realidad suscitada por los mismos —aquí ese componente se sugiere a partir del estado de Quid, cuya carencia del descanso necesario en pos de atender las peticiones de su trabajo, le llevará a entrar en lapsos cuasi alucinatorios—, sino descritos como esa superficie extraña en que todo puede ocurrir, incluso toparse con los mismos vehículos y personajes como si estuviésemos ante un bucle inabarcable. Un bucle que define, al fin y al cabo, la absurda incertidumbre que puede propiciar algo tan corriente en esos territorios como visitar un bar de lugareños para realizar una simple llamada telefónica.
Es, por tanto, cierto elemento surreal —llevado hasta las últimas consecuencias, y elevado en esa secuencia final en forma de cuasi anticlimática persecución— necesario para certificar que no estamos ante una propuesta común, y que los lugares transitados por Franklin atienden más a una búsqueda tan aguda como propia reflejada en cines ajenos; si bien Road Games no ofrece atisbo de duda acerca de la identidad del asesino desde un principio, su forma de releer el suspense en torno a persecuciones un tanto extravagantes, escenas abocadas a un consecuente humor (como el encuentro con esa desenfadada señora) y pintorescos personajes que tienen como principal objetivo un pobre dingo, bien tiene cierta consonancia con el ideario ‹hitchcockiano›.
No obstante, el carácter distendido con el que el cineasta ‹aussie› va desentrañando una trama que no parece rendirse a los avatares más manifiestos del ‹slasher› de carretera, no huye de una vertiente más genérica proyectada en la paranoia que azotará al protagonista en su particular viaje, y propiciando momentos de una ligera tensión que funcionan como idóneo contrapunto al tono general del film. Franklin aprovecha así los pasajes nocturnos de Road Games para componer un halo de locura comprendido como respuesta a la soledad e indecisión a las que se verá empujado Quid. Un recorrido transitorio que no hace sino demostrar la capacidad de su autor para llevar su propuesta a otros límites sin ni siquiera tener que tomar desvíos en un guión claro y conciso.
Los viajes de carretera con ‹psycho killers› mediante dejan de ser (tan) temibles gracias a una visión insólita para el terror, pero natural en un contexto como el proyectado. Adelantar (o toparse con él) al mismo vehículo en diversas ocasiones bien puede generar un extraño recelo, pero del mismo modo aludir a una irrevocable comicidad, hecho que se refleja en los vaivenes de un desconfiado camionero —empujado por esa paranoia favorecida por el cansancio— y una avezada joven cuya naturaleza aventurera hace el resto. Road Games se postula como un ejercicio distinto, y no por ello bueno, sino por la perspicaz relectura del cliché, empujado por un disparador que no parece tener techo. Y es que intentar dar caza a un descuartizador en un inacabable viaje por el desierto nunca se había antojado tan estimulante y divertido como en esta imperdible ‹rara avis›.
Larga vida a la nueva carne.