El de Yann Gonzalez bien podría ser definido como un cine de estímulos, un cine en el que reflejar ciertas parafilias que no por sostener nuevos escenarios dejan de estar vigentes en su segundo largometraje como cineasta. Más allá del trabajado vínculo estético y formal que comprendía aquella ópera prima que fascinó a más de uno, Les rencontres d’après minuit, el galo daba rienda suelta a impulsos que continúan estando presentes en Un couteau dans le coeur. Puede que, en el fondo, el modo de abarcarlos resulte bastante más manifiesto en su último film, pero lo cierto es que todo ello denota una clara evolución en su filmografía que se deduce de la búsqueda de derivadas, de senderos menos profusos e igualmente estimulantes.
La introducción en Un couteau dans le coeur de dos elementos claves como son la industria del porno gay a finales de los 70 y un cine de género mutante —en constante búsqueda de vías de escape en las que matizar un discurso cada vez más conectado con la imagen y el influjo que posee sobre lo que percibimos en pantalla y nuestra forma de asimilarlo, además de en el propio recorrido vital—, dotan así de un renovado contexto a la esencia del cine de Gonzalez, que evoca en medios mucho más autónomos la condición de una obra cuyo despliegue se torna, por momentos, una exposición más sugerente de lo que algunos ya percibieron en la citada Les rencontres d’après minuit.
El ‹giallo›, ese magnífico subterfugio que nos dejó (también) la década de los 70 —aunque naciese en los 60, su explosión definitiva llegaría en la siguiente década—, y que en los últimos años ha resurgido gracias a piezas como Amer —sí, no paro de citar esta maravilla en todos mis textos, ¿qué pasa?—, la psicotrópica Masks o Berberian Sound Studio, toma parte en una película donde el apartado visual alimenta el aparato formal concebido por Gonzalez. No se percibe, sin embargo, una asociación acotada en torno el color y las virtudes técnicas del género fundado por Mario Bava, y Un couteau dans le coeur expande a la perfección los rasgos de un imaginario que asimismo evoca —en esos fragmentos donde nos encontramos con la ficción implementada en el porno gay, que se irá enlazando paulatinamente con aquello que viven los personajes que rodean a la protagonista— un cine de cauce más ochentero, e incluso logra forjar pasajes que encajan a la perfección con la representación de un panorama —ya no el encerrado en la industria a la que dirige su mirada Gonzalez— social.
Precisamente la relación del ficcionamiento propulsado por Anne alrededor de una realidad que se verá perturbada por distintos asesinatos, cobra esa importancia fundamental en el discurso de Un couteau dans le coeur. Es, no obstante, la inmersión en los entresijos del particular mundo en que se maneja la protagonista —interpretada por Vanessa Paradis, cuya voz quebrada y matización del personaje encajan perfectamente en la película—, aquello que dota de un tono distinto al film, logrando que alejado del componente genérico —encontrado, cómo no, en un asesino enmascarado que apuñala a sus víctimas—, tropecemos con una distensión a modo de humor casi involuntario, pero en el fondo tanteado por el cineasta, que le sienta de maravilla al trabajo del francés.
El dispositivo armado por Gonzalez se comprende, más allá de esos estímulos externos a los que me remitía, como un paso adelante que sin duda era necesario. Ya no se trataba de no caer en un ‹déjà vu› que podrían haber suscitado ciertos nexos temáticos todavía presentes en su obra, sino más bien de continuar moldeando unos códigos expandibles, como demuestra en Un couteau dans le coeur, a terrenos tan alentadores como los de su debut. La imagen cristaliza así una vez más, pero no sólo como complemento formal, también a modo de ente alrededor del que componer una disertación en la que la realidad encuentra de nuevo espejos en los que anteponer lo vivido, y seguir otorgándole significados.
Larga vida a la nueva carne.