Desde que Scream subvirtiera los códigos del género para ironizar sobre claves que, por aquel entonces, quizá no resultaban tan elementales como lo que propuso Wes Craven en una de sus obras magnas, parece que cualquier tentativa por acercarse a las nuevas tecnologías o redes sociales —en definitiva, al llamado 2.0— debía contener la parte necesaria de un tono que, por irónico, no era más punzante sino al contrario: de lo obvio a lo manido, todo tipo de cineastas han buscado surcar un espacio en el que continuar esa chanza que en algún punto terminó por perder el sentido, ya estuviésemos ante un ejercicio estilizado o indagásemos en algo más hosco. Con Nación salvaje (de título original Assassination Nation), Sam Levinson se acerca a terrenos limítrofes, pero si bien emplea del mismo modo ese mentado deje irónico, lo hace desde una postura que no incurre tanto en el uso y abuso de un elemento cuasi agotado.
Sí, Nación salvaje es obvia. Obvia, estridente y de una claridad expositiva que despeja cualquier atisbo de duda acerca del discurso que ha querido armar Levinson en su segundo largometraje. Pero quizá en lo que se advertiría como defecto palpable, el cineasta encuentra un arma de doble filo en un film transparente y rotundo para con sus propósitos. El (de nuevo 2.0), incluyendo temas que van desde el Me Too hasta casos como el ‹Celebgate›, forma parte de un ideario que el director emplea para seguir realizando un diagnóstico de esa doble moral presente en la sociedad estadounidense, donde se nos muestra (de nuevo ²) una sociedad enferma y perdida, que enfrenta la perspectiva de una juventud cuya visión es discordante con ciertos valores arraigados en la América más profunda y conservadora.
Nación salvaje nos sitúa para ello en un pequeño pueblo, Salem, donde vuelven a resonar los ecos de aquella caza de brujas que culminaría con los Juicios de Salem a finales del s. XVII, pero trasladados para la ocasión a un contexto donde el ‹media› internetil y el uso que hace de él la generación ‹millennial› parecen el germen a erradicar. Algo que Levinson apunta desde un inicio, situándonos en el seno de una familia de cauce tradicionalista en el que Lily convive con sus dos padres y un hermano menor. La descripción del marco, que nos traslada a todo ese ambiente rodeado de fiestas teñidas de neón, conversaciones banales (y juveniles) sobre comidas de coños y demás lindezas, sirve a Nación salvaje para ir marcando un entorno en el que desarrollar su discurso. Algo que quizá no termine de funcionar al intentar Levinson revestir toda esa capa de adolescencia asalvajada por un aparato formal un poco apelmazado y difuso, en especial por esas voces en off tan gráficas, pero va otorgando cuerpo a una crónica que sin duda requiere de esa tosca definición.
No es por tanto la transcripción de una disertación que, como comentaba, se produce de un modo patente, sino más bien el aterrizaje en una explosión pura de cine de género, donde aquello que matizaba Levinson da paso a una atmósfera por momentos sórdida, y en la que la violencia surte como única respuesta. Una decisión en cierto modo discutible, pero que sin duda entronca con lo que requiere un film de estas características, que no es otra cosa que el arrebatado aquelarre que se nos ofrece, envuelto en sangre, una estética que dota de continuismo a lo visto hasta entonces e incluso su banda sonora, por momentos envolvente. Nación salvaje se conforma a través de ese último tramo como el ejercicio que el género pedía a gritos, por más que su mirada directa y sin concesiones no deje lugar a más conclusiones de las que hay. ¿La más fácil de las soluciones? Puede. Pero disfrutable como un colofón final en forma de frase tan ácida como naïf que no hace sino destapar una esencia que llevaba demasiado tiempo dormida y sin ofrecer resultados a la altura de un terreno que lo requería a gritos, aunque sean tan evidentes como los de Levinson.
Larga vida a la nueva carne.