Paradójicamente, hablar de Mandy focalizando en Nicolas Cage sería tan correcto como injusto. Cierto es que, en cierta manera, estamos ante un ‹one man show›, un espectáculo diseñado para dar carta blanca al histrionismo y la locura de Nic, pero todo ello no podría ser posible sin la intervención visionaria del director Panos Cosmatos. Y es que hay que agradecer —¡y de que manera!— que el director italo-canadiense no renuncie a su particular concepción cinematográfica en beneficio de su estrella sino que pergeñe toda una arquitectura conceptual que cree las condiciones necesarias para sacar el máximo partido de ella.
Bien podría decirse que la primera hora del metraje supone todo un reto por su desvarío psicodélico, su densa atmósfera y por un ritmo que más que lánguido parece un eterno ‹slow motion› colorido por ingestión de sustancias psicotrópicas o ‹cocktail› de anti-depresivos no del todo legales. Un reto decíamos, siempre y cuando uno no esté familiarizado con la particular visión que tiene Cosmatos a la hora de trasladar mundos interiores en reflejos visuales. De hecho, por árida que parezca, es esta primera parte la que refleja mejor la idea cinematográfica que tiene Cosmatos a la hora de desarrollar conflictos.
Poco importa pues que los eventos narrados pudieran ser mejor sintetizados, aquí lo importante es crear (y sobrevivir a) un estado mental y físico que bordee la locura, construir la cadena de eventos, aunque sea a costa de dejar prácticamente fuera a Cage del metraje (aún regalándole una línea de diálogo en la que pueda hablar de superhéroes), en una sinfonía pesadillesca de caminos temáticos tortuosos que no llevan a un final muy definido pero sí a una sensación de horror indescriptible.
Llegados a este punto, cuando las bases están sentadas es cuando Cosmatos decide cortar por lo sano y pasar de la atmósfera a la orgía sangrienta de género con una mínima transición consistente en algo tan conceptualmente loco como certero en su planificación. Muerte y dolor, enajenación por contemplación del duende del cheddar y explosión de locura en calzoncillos puede no sonar muy bien en un mundo racional, pero es que Mandy no va de eso. Mandy habla de como arrancar el alma y la cordura cuando te arrebatan el amor, y es en estos momentos cuando toda reacción, todo acto es posible.
Y lo posible es un show genérico de venganza donde la sangre y un Nic enfurecido (parecen) copar todo lo disfrutable que ofrece el film. Y si bien es cierto que Cosmatos da lo que el público le pide no hay que desdeñar en absoluto el no abandono de lo formal para ello. Sí, Nic se muestra como una fuerza de la naturaleza desatada, casi indestructible, trascendiendo lo humano para convertirse en icono. Nic golpea, corta, sangra, asola, destruye todo lo que encuentra a su paso, como un ente inmortal pasado de coca (literalmente) sin ya ninguna conciencia, sin rastro de su humanidad arrebatada.
La violencia es pues inmisericorde, tan dura y absurda como reventar una cabeza al son del «canta y no llores». No obstante nada resulta gratuito o sujeto a una valoración ética porque ya no se trata de si es un tema de justicia o no. Nadie juzga la moralidad de un volcán en erupción arrasando todo lo que encuentra a su paso, no. Y Mandy es precisamente eso, cómo un hombre se convierte en una furia de la naturaleza, de cómo el mundo a su paso se va desfigurando y convirtiéndose en una abstracción donde ni los paisajes, ni las reglas, creencias y símbolos de los hombres importan ya. Solo están ahí para ser demolidos sin piedad. Una conversión hasta el abstracto infinito del rojo sangriento del que no hay vuelta atrás. Solo una tez bañada de sangre y una sonrisa demacrada en dientes de blanco perfecto que nos indica la conversión total de aquello que una vez fue un hombre en un Dios llamado Nic.