Nos obligamos a conocer al autor por el modo en que se expresa en sus imágenes. Pawel Pawlikowski ha domado la cámara a su antojo a lo largo de los años, pero no por ello ha querido radicalizar el cambio en su narración. Dos ejemplos de lo opuesto de su cine es la aportación británica Mi verano de amor (My Summer of Love), que rodó en 2004, y su retorno a Polonia con Ida en 2013, una destilación de premios y ovaciones que no llega a un fin.
Las dos son parejas en el uso de personajes femeninos, el autoconocimiento de sus protagonistas, el anecdótico uso de la figura masculina y la religión. Pero donde una es verano, color y premura, la otra se centra en la quietud, el recogimiento y la belleza. Una se lanza, la otra reflexiona. Dos velocidades para un mismo cambio y una conclusión tácita: el crecimiento de un director.
Aunque su última película, una Cold War que habita en grandes pantallas estos días, tiene una continuación firme de las pautas marcadas por su anterior trabajo, compartiendo incluso a las actrices que aparecían en Ida —además de su cadencia—, hay que observar con detenimiento su último trabajo en las colinas de Reino Unido, aquellas que coronó con una significativa e inmensa cruz, gracias a Mi verano de amor.
Si algo llama la atención es ese terremoto en el que se convierte la cámara: no hay descanso ni firmeza, simplemente cercanía y balanceo, síntoma de juventud y por tanto prisas, no por Pawlikowski, sino por habituarnos a las dos muchachas que van a acompañarnos. Natalie Press es el huracán de pelo encendido y Emily Blunt aparece de la nada con la languidez de una Lady Godiva a lomos de su caballo, por momentos vestida. Más allá del relato “niña rica, niña pobre”, más realista que una intrincada amistad como la representada en Criaturas celestiales —aunque con ciertos paralelismos—, lo cierto es que el título de la película nos da todas las pistas de lo que desea representar, y aún así es capaz de profundizar más allá de lo previsible.
La luz se como todo mal. Mi verano de amor es una película diurna, colorista y fresca que no duda a la hora de llevar a extremos aceptables a sus personajes, como infantilizar a sus protagonistas, o sacar todas sus míseras con un acusado deje de exageración o falta de importancia. Lo que viene siendo la interlocución entre adolescentes. Asimismo tiene la capacidad de alumbrar el amor más sencillo y cercano, o el puramente voluble y superficial, mientras critica el pecado mal entendido con la figura de un Paddy Considine puntual pero necesario, que sirve de oposición al entendimiento del amor de las jóvenes con su renovada idea de fe. Porque aquí hay un espacio para conceptualizar todo amor conocido sin mayor pretensión que mostrar su naturaleza. Los diálogos son agudos y ágiles, proponiendo un entorno de ensueño y unos hechos que llevan a poner los pies de nuevo en el fango, en la realidad que nos recuerda “pues toca vivir la vida, esa que siempre es complicada”.
Todos evolucionan a su ritmo, pero es Mona la que se mueve por el impulso y la que parece excitar a la cámara y componer su hiperactividad, a la que cuesta en un principio habituarse y que sorprende dada la esencia de composición que ha creado en films como Ida, donde el plano fijo es una constante y los personajes son los que se mueven por el perímetro marcado. En Mi verano de amor se experimenta de otro modo al acercarse mucho a ellas, o abrirse cuando es necesario a los espacios que enfrenta y no centrarse en un encuadre concreto, enfatizando esa búsqueda de libertad juvenil, de olor a verano, de mundo por descubrir.
Alejado de lo naíf, este cuento encuentra cadenas en la diferencia social que ambas visitan y en el fanatismo religioso, un tema, en su vertiente más humana —también diferenciadora—, que en más de una ocasión ha interesado a Pawel. Atrevida y ocurrente como Mona, con el toque enigmático y caprichoso de Tamsin, las dos se aproximan y siguen siendo desconocidas, frentes que disfrutan y recelan a partes iguales. Mi verano de amor tiene algo que me alucina, y es que no dejo de ver paralelismos en a escena final del film y de Ida. La forma de mover la cámara y la determinación de las protagonistas confirman que Pawel Pawlikowski sabe perfectamente terminar una etapa lejos de la necesidad de cerrar una historia.
Las cosas que suceden en verano son así.