A finales de los años 80 Eddie Murphy era el actor más taquillero y mejor pagado del cine hollywoodiense ochentero. Surgido de las bambalinas del mítico Saturday Night Live, taquillazos como los de Superdetective en Hollywood (una de las cintas más taquilleras de la historia del cine y también con mayor número de fines de semana liderando el ‹box office› estadounidense que conoció una secuela la mar de maja dirigida con el sello inconfundible de Tony Scott), El chico de oro y El príncipe de Zamunda arrastraron a Murphy hacia el Olimpo de las estrellas de aquel decenio, convirtiéndolo igualmente en un icono cultural presente en las carpetas y mentes de muchos chiquillos que crecimos en aquellos años. No solo eso, pues asimismo era la primera estrella negra que superaba ciertas barreras antes infranqueables bautizándose como un emblema aceptado por la mayoría, quizás la cara amable de ese entretenimiento negro agradable y simpático que no se cuestionaba cosas ni reivindicaba una mayor presencia de sus orígenes en todas las esferas de la sociedad estadounidense, algo sí reclamado por gente más contestataria como Spike Lee. Este hecho, al igual que su comedia no estaba exenta de ciertos síntomas casposos y facilones, castigó al cine de este cómico deslenguado al asedio de la crítica cinematográfica especializada que veía los productos lanzados por la factoría Murphy como piezas de mal gusto que desechaban la inteligencia y la calidad para abrazar lo grotesco y lo obsceno a mayor gloria del famoso ego que albergaba el carácter de la estrella afroamericana.
No contento por tanto por las zafiedades desatadas por parte de la crítica, Murphy decidió dar un paso adelante en cuanto a creación se refiere escribiendo, produciendo y dirigiendo en 1989 su particular El padrino, un homenaje para nada disimulado a ese cine negro gansteril surgido del Hollywood de los años 30 y 40 que en virtud de la realidad de los tiempos en el que fue elaborado había dejado a un lado a esa parte de la sociedad criminal neoyorquina liderada por bandas afroamericanas sobre todo sitas en Harlem, en el más conocido distrito llamado Sugar Hill. Murphy ya era conocido por su absoluto control de sus producciones insertando alguna secuencia surrealista caracterizada por su comedia verborreica y caricaturesca por exigencias del guion (firmado por el intérprete de Su distinguida señoría en colaboración con otros guionistas), por lo que eliminó a la parte discordante (el director) para tomar las riendas posibles en su debut detrás de las cámaras con Noches de Harlem, cinta que contó con todo el apoyo de la Paramount (agradecida por los millones de beneficios que había aportado a sus cuentas en los ochenta) y con la colaboración de un elenco de actores de raza negra (con un fantástico Richard Pryor quien volvería al drama tras una década desatada en la comedia bufonesca y estúpida junto al propio Murphy, Redd Foxx, el hermano de Murphy, Della Reese, un imberbe Stan Shaw, un Arsenio Hall histriónico en un cameo algo disparatado, una enigmática Jasmine Guy como femme fatale de altura y la ex estrella Lela Rochon) y blanca (con un fantástico Danny Aiello en el papel de poli corrupto quien ese mismo año protagonizaría junto a John Tutturro, Rosie Pérez y el mismísimo Spike Lee y un excelente Michael Lerner como padrino de la mafia italiana y enemigo público número uno de la pandilla liderada por Pryor y su hijo adoptivo Murphy) de primer orden.
Pero el resultado obtenido fue algo chocante para sus fans, quienes esperaban encontrarse con otro hilarante producto hecho a la medida de su principal benefactor. Sin embargo, Noches de Harlem distaba como la noche al día de esa comedia grasienta de fácil consumo que desataba la carcajada de los jóvenes y no tan jóvenes que acudían a las salas en los ochenta. Al contrario, la misma se asomaba como una especie de cinta de cine negro salpicada con brotes de comedia absurda que no hacía sino despistar al espectador haciendo que no supiéramos en que terreno jugaba principalmente una propuesta tan ambiciosa como desconcertante. En mi opinión la falta de concreción que castiga el envoltorio y la superficie de Noches de Harlem son su peor enemigo, hecho que relegó a una cinta muy interesante al más profundo de los olvidos. No puedo afirmar que nos encontremos ante una obra maestra, ni tampoco ante una buena película, pero sí manifiesto mi fascinación hacia una obra arriesgada que para nada buscaba el calor del público y sí el aplauso de la crítica, ese que carecía la carrera del protagonista de Bowfinger el pícaro.
Noches de Harlem se eleva como el canto de sirenas de su autor hacia su principal enemigo, los críticos que no dudaban en ridiculizar su trayectoria cinematográfica. Con su debut en la dirección, se constata el anhelo del protagonista de Límite 48 horas de derretir una obra diferente, facturada con el gusto y el estilo de los viejos clásicos de Hollywood, dejando un rastro de elegancia y buena construcción de escenarios y situaciones que nada tenían que envidiar a otras perlas del género. Ese es uno de los puntos más seductores de la película: su fantástica recreación del Harlem de los años 20 y 40, y por ello, contando con una careta que no esconde su apetencia de radiografiar las entrañas de la mafia estadounidense como nunca antes se había explotado (si dejamos a un lado la aportación del Blaxploitation), desde una perspectiva afroamericana, otorgando el protagonismo y el ejercicio de las actividades delictivas a la denostada raza negra, demostrando que existió una aportación importante en el desarrollo del engranaje criminal y social neoyorquino auxiliado por unos ingeniosos y para nada condescendientes afroamericanos, quienes pelearon por su lugar en el mundo criminal contra el poderío de la mafia italiana protegida por las altas esferas políticas y sociales de aquella época.
Como relato criminal Noches de Harlem no deja de ser una pintura fallida que no logra cumplir al cien por cien con sus objetivos, merced a su nada acertado recurso de irradiar la burla y la comedia en situaciones que para nada se muestran propicias para la recepción propuesta. Por consiguiente, algunas escenas se observan algo exageradas y fuera de lugar, como esa manía de etiquetar al personaje de la madame interpretada por Della Reese como una especie de deformación grotesca de esas empresarias del sexo que contribuían a la recaudación del hampa neoyorquina. Asimismo el padrino negro con el rostro de Richard Pryor queda en un nada agradecido término medio, mitad bufón mitad matón, como perro del hortelano que ni come ni deja comer. Tampoco muy de mi gusto estallan esas gotas de comedia surrealista en la persecución y el posterior tiroteo a metralleta armada protagonizado por Arsenio Hall con Murphy de superhéroe gansteril a lo James Cagney en su salsa en Al rojo vivo. Y como epitafio de los aspectos negativos que acompañan a esta cinta maldita, se halla el afán de protagonismo de un Eddie Murphy quien expoliará sin permiso las escenas más resultonas de la película, apareciendo sin orden ni estructura en múltiples secuencias quizás con el deseo de agraciar con un protagonismo que no debió tener nunca a un personaje como el encarnado por él mismo que no deja de tener un vértice secundario apareciendo y desapareciendo a lo largo del desarrollo del relato sin una lógica clara (la sorprendente escena de sexo que se autoregala Murphy junto a Jasmine Guy es un ejemplo de esto). En este sentido, la cinta revela ese intento de combinar comedia con un homenaje a El golpe de George Roy Hill, mimetizando a Pryor con el personaje de Newman, a Murphy con el de Redford, a Aiello con el de Charles Durning y finalmente a Michael Lerner con el de Robert Shaw. Y es que se nota un mayor amor por la cinta de Roy Hill que por El Padrino de Coppola en su intento de conectar comedia con drama criminal. Pero a Murphy se le nota demasiado nervioso, ansioso por controlar todos y cada uno de los detalles del film con el propósito de fascinar y dejar a los críticos conquistados. Esto resulta muy positivo desde el enfoque formal y visual de la película, la cual no tiene nada que envidiar desde el punto de vista arquitectónico y de puesta en escena a las mejores producciones gansteriles de todos los tiempos gracias a una exquisita y soberbia fotografía, pero por contra es un hecho tremendamente negativo desde un encuadre narrativo, porque a diferencia de la obra maestra de Roy Hill, Noches de Harlem tropieza en demasía en subtramas que nada aportan irradiadas a mayor gloria de su absoluto protagonista, algo que desluce el resultado final del producto.
A pesar de sus muchos defectos, Noches de Harlem no deja de ser una producción notable de finales de los años ochenta. Una película que anticipó a otras piezas nacidas en los noventa de tono más oscuro como Sugar Hill o Hampones. Para quienes estén acostumbrados a disfrutar de las cintas más vetustas del cine negro, ésta será una película de complicada digestión, merced a la traslación de los códigos de la comedia ochentera a un ambiente ajeno a ella. Si bien esta es sin duda una de sus virtudes, esta es, su pretensión de revitalizar un género en esos momentos muerto y extinto a través de una mirada desenfadada pero codiciosa hilvanada mediante una dirección de arte de alta escuela. También merece un punto a favor esa mirada pretérita de Murphy en su intento de refrescar un clásico como El golpe desde una visión de auteur total, sin concesiones y tirándose al vacío sin red de protección. Porque Noches de Harlem no deja de ser un Robinson en el anquilosado y aparente ambiente artístico del Hollywood de los ochenta, un intento de conectar el cine de autor con el éxito de taquilla y la diversión sin límites, y fundamentalmente un fracaso que inició la decadencia de un icono de la cultura del decenio de las hombreras quien no dejó de ser una lanzadera que abrió las puertas y consolidó lo que hoy conocemos como comedia de entretenimiento hollywoodiense sin tener en cuenta la máscara peyorativa que puede encerrar dicho término.
Todo modo de amor al cine.