Gareth Evans dejaba atrás los influjos de su saga The Raid, aquella que le diera a conocer hace 7 años con la llegada de su segundo largometraje, y que renovaba haciendo mutar el original en una suerte de antología criminal desatada de nuevo por Iko Uwais, y no eran pocos quienes veían el ya mortífero «Netflix presenta» como un escollo que pocos autores han sabido salvar con suficiencia —aunque recientemente Cuarón se alzaba con el León de Oro con la también producción del gigante norteamericano Roma—. El autor, además, se dirigía a un horror, uno relacionado con las sectas que ya abrazó con maestría en Safe Haven, su obra maestra en el terreno del cortometraje perteneciente a V/H/S 2, por lo cual el reto era quizá doble: intentar crear una propuesta destacable bajo el sello de Netflix y dar un paso al frente después de su mejor pieza hasta la fecha, demostrando que podía ir más allá del ‹actioner› —recordemos que su ópera prima, Merantau, también pisaba parcelas colindantes al género— en un formato como el del largometraje.
Apostle nos sitúa para ello a principios del s. XX, siguiendo a Thomas Richardson, cuya hermana ha sido secuestrada por un misterioso culto al que llegará con el pretexto de pagar un rescate por ella. En primer lugar, y aunque la interpretación de un Dan Stevens que continúa flirteando con el género —no olvidemos títulos como la maravillosa The Guest— pueda sentirse en cierto momento forzada —más adelante se advertirá cierta consonancia con la consecución de un tono que por momentos se siente desfasado, como si estuviésemos ante un Evans fuera de sí—, el cineasta galés acierta al componer un personaje del cual el espectador apenas tiene señas: de posado adusto, un ‹flashback› nos muestra vagamente el motivo por el que viajará a la isla en la que se encuentra la secta, y a partir de ahí poco queda acerca de un individuo del que únicamente conocemos las motivaciones.
La decisión de ir descubriendo ciertos matices de su protagonista e incluso un pasado que le llevará a aferrarse a un escepticismo mayor ante todos los estímulos que percibe en la isla, se complementa así con los entresijos de un culto que Evans no se esmera mucho en ocultar; Apostle apuesta por ir revelando todo aquello que concierne tanto a Thomas como a los habitantes de la isla en un mismo bloque, desatando en esa determinación las líneas de un enigma que nos lleva, como no podría ser de otro modo, al terreno irracional y caótico que ya desarrollaba con un tono más hiperbólico en Safe Haven. Algo que alcanza su punto álgido en un último acto donde sólo se podía refrendar uno de esos ‹crescendos› marca de la casa; sí, quizá atiborrado de opciones que no buscan sino rizar el rizo, pero tanto como funcional y, en última instancia, desconcertante.
Apostle desvela en el carácter desquiciado —se amplifica con el uso de una banda sonora incluso excesiva a ratos— que vicia constantemente el relato, un modo de (re)interpretar aquel “todo por el todo” en el que alzaba The Raid sus cartas ganadoras, y aunque en ocasiones bordea una estridencia de lo más extraña, queda avalada en una conclusión donde Evans demuestra que es un digno sucesor de algunos de aquellos realizadores que, pese a haber caído en desgracia en algunos casos —el ejemplo más representativo lo encontramos en Adam Wingard—, le acompañaban en V/H/S 2. Y es que puede que el horror desmedido y las decisiones a las que expone Apostle en más de una ocasión no se alzen como la mejor de las representaciones de una hornada de directores que han entregado títulos maravillosos —a destacar aquella The Sacrament de Ti West, que también giraba en torno a una secta—, pero tanto su visión del culto como remanso último de la religión, como el desbarre implementado a través de un cierto exceso, hacen del nuevo trabajo de Gareth Evans una muesca más en la obra de un autor que demuestra que hay vida más allá… incluso de Netflix, donde hasta ahora (casi) todos parecían falsos profetas. Hasta la llegada (entre otros) de un Evans que desmiente y se desata en consonancia.
Larga vida a la nueva carne.