La educación escolar es una asignatura pendiente. Casi sobra decirlo. Lo que antaño fue el objetivo universal de toda lucha progresista se ha materializado en una especie de fábrica de peones desilusionados. El pequeño receptáculo en donde niños y adolescentes residen sentados casi ocho horas diarias. El dispositivo encargado de seleccionar, prensar y teorizar el conocimiento, como si de un producto universal e inconfundible se tratara. El causante directo de incontables frustraciones y des-motivaciones. Todo un sistema institucionalizado que ha logrado forjar un protocolo universal docente. Prueba de ello es que películas provenientes de países distintos, como son los casos de La clase (Laurent Cantet, Francia, 2008), Profesor Lazhar (Philippe Falardeau, Canadá, 2011), la cuarta temporada de la serie The Wire (David Simons, USA, 2006) y, finalmente, Aprendiendo a vivir (Matan Yair, Israel, 2017), reproduzcan el mismo tipo de conflictos, reivindiquen soluciones parecidas e incluso dos de ellas compartan cierto punto de inflexión. Y es que, más allá de tendencias culturales, ideológicas o religiosas, el problema siempre se materializa de la misma forma: el choque o la inconexión entre los vértices “padres-alumno-maestro”.
Si en 1959 François Truffaut creó la que se convertiría por excelencia en «la película del alumno», entre finales de los años 60 y principios de los 70 Ken Loach realizó dos trabajos centrados en los apartados escolar y familiar. En su fantástica ópera prima Kes, el joven realizador condenó la injustificable actitud arrogante y represiva de los profesores, mientras que en la no menos brillante Family Life, nos dio un crudo retrato de la obtusa actitud de una familia conservadora respecto a los problemas psicológicos de su hija. Hoy, casi cincuenta años después, el comportamiento represivo de las autoridades docentes, tanto en el campo escolar como en el familiar (siempre centrándonos en los ejemplos citados), es prácticamente inexistente, y sin embargo, el problema persiste. Aprendiendo a vivir nos presenta a Asher (interpretado por un actor con quien comparte nombre), un joven estudiante disperso y tendiente a la agresividad, de conducta reactiva pero de buen fondo, inquieto y, en cierto modo, interesado en el conocimiento. El problema está en que nadie le ha enseñado a aprender. Lo vemos en esa emotiva secuencia en que su profesor destapa, paso a paso, cada uno de los datos que el joven estudiante ha memorizado, para ayudarlo, a continuación, a ordenarlos y re-descubrir así su significado.
Sobre Asher no pesa la actitud autoritaria de ningún profesor, ni de sus familiares más cercanos. Pero sí el compromiso ético de la continuidad de un negocio familiar. El infinito respeto que el adolescente siente por su padre, agraviado por la delicada situación de salud en que este se encuentra, repercute en cada una de sus acciones. En ese sentido, es interesante observar cómo la presión no siempre viene de actitudes agresivas. De hecho, a veces adquiere un carácter tan abstracto como en este caso, en que ya ni podemos hablar de un futuro indeseado: lo más probable es que Asher ni siquiera sepa si quiere o no quiere heredar el negocio. Su conflicto reside, precisamente, en la carencia de herramientas para descubrir su propia voluntad. Carencias provenientes de la infinidad de puntos muertos que tiene la educación escolar. Como por ejemplo, las dificultades para homogeneizar la actitud pedagógica que exigen todos los alumnos de una sola aula. O la incompatibilidad entre los protocolos educativos legales y los que necesitan los alumnos. Sin olvidar el detalle de que los profesores son, como (tristemente) nos enseña la película, seres humanos, y la carga emocional que descansa sobre sus espaldas, enorme.
Aspectos que Aprendiendo a vivir expone con elegancia y que comparte con los tres ejemplos citados en el primer párrafo. Todas ellas brillantes escenificaciones del abstracto problema que es, a día de hoy, la educación.