Pocas veces un escenario (tan) cinematográfico como la capital francesa había cobrado tal relevancia en una pantalla de cine. Michel Ocelot dirige su mirada a la Belle Epoque dejando de lado la habitual mística de una obra que nos ha entregado cintas de la importancia de Kirikú y la bruja o Azur y Asmar, y lo hace explorando uno de los periodos de mayor esplendor cultural para introducirnos en las correrías de la menuda Dilili, que llegará de Nueva Caledonia para profundizar en las calles de una ciudad cuya magia es capturada en Dilili à Paris con un genio a la altura de pocos; un hecho, el de esa visita, que podría resultar insignificante —más allá de las aventuras de la protagonista ante la misteriosa desaparición de varias niñas a cargo de una organización secreta conocida como los Maestros Alfa—, pero que Ocelot aprovecha para indagar en el tema racial de París, capital unida bajo una profusión artística inacabable, aunque ahogada en ocasiones por un clasismo que el cineasta se empeña en relegar a un segundo plano gracias a esa visión optimista y decidida que desprende su nuevo trabajo. Temas sugeridos que van otorgando forma a un contexto en el que, poco a poco, se va dirimiendo el verdadero alcance de un relato en el cual el papel de la mujer irá cobrando más fuerza hasta derivar en una conclusión donde ese discurso de empoderamiento —y significación del rol femenino en el París retratado— reunirá tres figuras históricas para otorgar un cierre de lo más valioso a Dilili à Paris.
Si bien ineludible en el devenir de una película que irá adquiriendo paulatinamente ese tono de film de aventuras clásico —casi minimalista en ciertos momentos—, la exposición realizada por el galo se oculta en sus primeros compases ante lo que podría ser definido como un hermoso y bello canto a la ciudad de París. Monumentos, edificios emblemáticos y personalidades notables —que es mejor descubrir a medida que avanza la crónica expuesta— se unen bajo la batuta de Ocelot en un virtuosismo que continúa confirmándole como uno de los grandes autores en el campo de la animación; y es que en ocasiones es difícil dirimir si estamos ante las calles de la mismísima París, o si realmente es todo fruto del exquisito trabajo animado que nos regala —y que ni siquiera parece tener techo—. El emocionante retrato de un lugar en el que parece no haber límites, contrasta de modo acertado con las entrañas de esa sociedad secreta cuyo lema («París bonita, París podrida») la describe a la perfección; la oscuridad se persona en un submundo que sienta las bases de la disertación encauzada, y contrapone una perspectiva repleta de matices, pero que se deja llevar por el encanto de sus calles y lugares más simbólicos. Con Dilili à Paris nos encontramos con uno de esos trabajos de orfebrería difíciles de no admirar por su inconmensurable dimensión, que quizá no suscite las mismas sensaciones cuando Ocelot decide trazar ese pequeño alegato, pero frente al que es una delicia perderse, en especial por el modo en como complementa la particular perspectiva acerca de esta ciudad donde el panorama artístico queda engarzado a la perfección. Se siente parte de una obra en la que se antoja fácil sumergirse, bien por el deleite visual que supone, bien por un sentido homenaje capaz de cautivar y hablar con voz propia incluso sin haber visitado los recovecos de la capital. Una joya.
Larga vida a la nueva carne.