Musa Camara es un ciudadano de origen africano que vive en un pueblo interior de Girona. Se trata de una población con algunos miles de habitantes, chalets en parcelas, un supermercado, zona industrial y autovía hacia la capital. Musa podría ser un jugador de fútbol profesional, como el portero que tiene su mismo nombre, guardameta de un equipo en Gambia. También podría ser un turista solvente de viaje por la región, amante de la naturaleza. Sin embargo el hombre es lo más parecido a un extraterrestre varado en la Tierra, en esa zona frondosa, boyante antes de la crisis y situada muy al nordeste de su país de origen y familia.
La «vegetación formada por matas y arbustos que crece bajo los árboles de un bosque» es el significado en el diccionario de la RAE, una definición académica que describe lo más parecido a una metáfora en Sotobosque, segundo largometraje de David Gutiérrez Camps. Es cierto que se pueden ver algunas escenas en el film que sugieren otros sentidos alegóricos, todos relacionados con el extrañamiento del protagonista y la errónea imagen atávica de África en el subconsciente europeo y el occidental, pero la materia que nutre la cinta es la realidad. No como documento o denuncia, sino como fuerza motriz del relato.
Sotobosque no es un documental. Ni siquiera se trata de un docudrama en la escala más degradada del género. Esta afirmación resulta hipócrita, sobre todo al ver que una de las etiquetas que figuran al final de esta misma reseña, cataloga el título dentro de la no-ficción. Además, en el caso de los festivales a los que se ha presentado la película, su pase ha sido como documental en varios casos. Por estas razones es un buen ejemplo de obra que cuestiona los límites estéticos o argumentales del documental, sirviéndose de ellos para crear un film muy interesante. Sotobosque llega a salas después de un dilatado recorrido por certámenes físicos y virtuales. A su favor tiene un tratamiento fotográfico equilibrado, sugerente, con atmósfera, que plasma un matiz expresionista de los paisajes surcados por brumas, despejados por la claridad del sol o convertidos en la prolongación de las pesadillas de Musa, durante ese paseo por el pueblo vacío en la madrugada, iluminado artificialmente por la luz amarillenta y verdosa de las farolas.
La expresividad artística de la forma es todavía mayor con la participación del departamento de sonido, un grupo de técnicos que registran, mezclan y destilan el sonido ambiente de los entornos naturales. Las ramas y hojas que crujen por las pisadas. Las aves lejanas, cascabeles de rebaños invisibles o trotes de algún mamífero doméstico. Sin abandonar los escasos diálogos que mantienen el protagonista y personajes episódicos como el compañero de piso.la dependienta del comercio a la que parece gustarle, o algunos vecinos y paseantes que lo subestiman.
Con unas composiciones en las que se agradecen los planos generales del bosque, calles e incluso interiores; encuadres medidos, simétricos para planos secuencias como el desplazamiento, mantenido casi tres minutos al principio del metraje, un travelling que nos sumerge en la zona, roto por la silueta sobre una bicicleta de Musa en el horizonte. Esta inmersión anímica continúa por la descripción visual de las acciones del personaje mientras corta los matorrales o trepa el tronco de los árboles para tirar las piñas. Secuencias acompañadas por el sonido diegético de los golpes, pasos y la naturaleza. Así vemos una película que sucede como un drama costumbrista, sin necesidad de un nudo lleno de giros argumentales, pero repleto de numerosos apuntes que coquetean con disciplinas como la antropología o géneros externos como el de aventuras.
Una de varias secuencias destacables, es la de la vecina que le permite subir al pino que hay en su jardín. Allí Musa demuestra una destreza olvidada en la manera que llega hasta la copa del árbol, mientras el hijo de la mujer no despega los ojos de un juego al que presta toda su atención. El plano general fijo nos permite conducir la mirada desde la butaca sin juzgar a ninguno de los tres implicados, aunque dejando tiempo para que escudriñemos la situación al observarla. Otras escenas que permanecen en la memoria son la conversación ante un televisor en la casa del protagonista. Allí vemos un documental de danzas tribales africanas. A continuación, por corte, el protagonista llega a la plaza del pueblo donde varios grupos en corro bailan unas sardanas. El primer plano de Musa, tratando de comprender el rito, consigue que adoptemos esa mirada de extrañeza que suele ser la misma que recibe él a diario.
La empatía es tal vez la mejor baza que juega Sotobosque, en contraste con aproximaciones más convencionales y menos sutiles hacia la inmigración, expuesta en largos como Las cartas de Alou o Bwana, incluso más verídica a un nivel epidérmico, por el trabajo de sus actores no profesionales. La presencia interpretativa de ellos puede parecer un factor que motive la adscripción del largo en el género documental. Pero teniendo en cuenta otras concordancias argumentales con clásicos como Ladrón de bicicletas, tal vez a estas alturas de siglo sea complicado separar el documental y la ficción sin la injusticia de no revisar etapas cinematográficas como la neorrealista, un ejemplo claro de estos vasos comunicantes genéricos que dotan de más fuerza el segundo trabajo de Gutiérrez Camps.