Una figura surge de las entrañas del metro, desnortada y sucia. La extrañeza de los pasajeros que esperan en el andén, se traslada de repente al rostro de una mujer de mediana edad que parece ausente, su cuerpo se siente relegado ante un terreno desconocido. Agnieszka Smoczynska, que sorprendiera años atrás con The Lure, otro relato sobre seres desplazados en un entorno ajeno, captura con esa decisión, la de poner el foco en su protagonista durante una escena que bien podría ser de mera apertura con la que situar al espectador, parte de un retrato que no cesa de seguir a su personaje en la manifestación de un terreno psicológico cuyas aristas se comprenden a medida que la cineasta polaca nos introduce en la particular crónica de Alicja y Kinga.
Dos nombres, y un solo individuo; una dualidad que se traslada al epicentro de un relato donde memoria y realidad difieren, en especial en un entramado que sobrevuela esa rara habilidad de Smoczynska por mutar desde el tono temáticas cuya connotación parece alejarse de su concepción cinematográfica. El periplo de la protagonista, que se encontrará de pronto sumida en un universo al que pretendidamente pertenece —casada y madre de un hijo, reaparecerá tras una ausencia de dos años—, verá como las incógnitas que rodean su retorno se dirimen de una cierta manera entre conflictos por la incomprensión de su marido ante una situación compleja; situación agravada, además, por la recepción que Kinga obtendrá por parte de su propio vástago, y que expondrá en su errática conducta —tan pronto misteriosamente liberada, como impasible ante cualquier estímulo— una forma de defenderse ante ese volátil territorio que no termina de reconocer desde sus propios ojos.
La autora de The Lure desentraña tal proceso desde la relación sostenida entre Kinga y su marido; en un primer momento rodeada por esa perplejidad con que ella parecía observar lo que la rodeaba en la primera secuencia del film, y más adelante respaldada por una gestualidad capaz de derruir esos límites fomentados por un vínculo extraño, que por momentos se torna resbaladizo volviendo a interponer lindes —que la cineasta refuerza desde la imagen— a través de los que explorar el entorno suscitado. Fuga se muestra como un film sobre la memoria sin memoria, un trabajo que alude a los profundos recovecos de la (sin)razón, pero los rastrea desde los nexos creados entre sus personajes, sin que haya una necesidad tácita de que la cercanía o distancia se desarrollen aludiendo precisamente a aquello que los protagonistas pueden conocer —o ir (re)descubriendo, en el caso de ella— de sí mismos. Todo ello se percibe en la forma en como ambos van trazando una conexión sujeta más a lo emocional, al presente que viven, que a un pasado que en realidad no albergamos esperanzas de conocer. No por ello Smoczynska resta importancia a la mirada en torno a ese pasado, que acaba teniendo un peso específico, manifestado en la inestabilidad de una relación que se verá reflejada de nuevo en un recuerdo siempre presente de la forma más invisible.
Fuga sigue de este modo un camino paralelo con aquella The Lure que sorprendió a propios y extraños, pero en una vertiente mucho menos genérica —que aquí entroncaría con el aspecto más psicológico de un relato que se guarda en ese ámbito de cargar las tintas—. Agnieszka Smoczynska demuestra que su talento visual no se debía ni mucho menos a la vocación ‹fantastique› que circundaba su debut, y vuelve a engarzar momentos donde una rara fascinación se apodera de esa crónica —como, de nuevo, un baile teñido de tonos azules que desliza de nuevo el vínculo entre ambos protagonistas— que no podría encontrar mejor regazo que el talento de una autora que continúa creciendo rodeada por su particular universo.
Larga vida a la nueva carne.