Personalmente, soy partidario de valorar el último trabajo de Paul Schrader por su capacidad evocadora antes que por su discurso. Las reflexiones que Toller escribe en su diario, de noche, en una de las solitarias habitaciones de su parroquia, me inquietan más por la sincera desolación de su pronuncia (voz en off mediante) que por el contenido en sí. Su conversación con Mary, una cristiana practicante preocupada por la pérdida de fe de su marido, mantiene despierto mi interés por el gélido comportamiento de los personajes y por ser un brillante retrato de caracteres más que por el desolador panorama que sugieren las palabras de ambos personajes. En ese sentido, El reverendo es una película casi sensorial. Y curiosamente, tanto las frías calles por las que divaga el reverendo como el edificio en el que reside, no dejan de desprender cierta calidez. Una calidez que, lejos de desentonar con el tono desencantado de la película, acoge al espectador en los melancólicos brazos de una seductora desesperación.
El evidente contraste que hay entre esta calidez de los espacios y la fría narrativa de su autor es una de las extrañas bellezas del trabajo que nos ocupa. Porque, fiel a su estilo, el guionista de Taxi Driver jamás olvida mantener las distancias. De este modo, las escenas de extrema violencia encajan sin problemas con la plana cotidianidad de Toller. Al parecer, la confirmación inequívoca de que nuestro mundo tiene los días contados es tan solo un detonante, escogido al azar, para que dicho personaje asuma definitivamente el sin sentido de su existencia. El descubrimiento del cuerpo exánime de un conocido, cráneo esparcido por la nieve junto al arma presumiblemente responsable del estropicio, no es más que un nuevo episodio de una rutina sumida en la desolación. Al fin y al cabo, estamos ante un individuo ahogado en la violencia: la violencia de su pasado, la violencia de un mundo que se va al traste, la violencia de una iglesia que responde a las demandas comerciales antes que a la solidaridad y, finalmente, la violencia de una imparable, asfixiante e imperdonable pérdida de fe.
Aun así, Schrader no llega a despojarse de la esperanza. Tampoco del fatalismo. Al parecer, el director nos sitúa en un escenario plagado de estímulos catastróficos pero que no carece, a pesar de todo, de un porvenir alternativo, lleno de belleza. Lo vemos, por ejemplo, en el tempo pausado de la película. Este divaga entre la desolación y la ternura; como si el conductor del relato allanara el terreno por el que Toller está a punto de pasar, mostrándole la realidad tal y como es pero sin agredirle, confiando en que su cordura logrará, tarde o temprano, imponer la serenidad. Un sólido laberinto de zarzas, precioso de contemplar, siempre que uno aprenda a caminar (eternamente) a través suyo. Lo vemos también en el decisivo imprevisto que impide al protagonista completar su “misión”: un pequeño (pero importante) estímulo de felicidad que merodea a su alrededor durante toda la película, y al que él, tentado por las dulces garras del pesimismo, trata de ignorar… hasta serle imposible. Una bonita forma de sugerir que, en cierto modo, la esperanza es tan inevitable como el fatalismo.