Una cuerda puede tener muchas utilidades. Mi abuelo, siempre que alguien de la familia salía por la puerta de la casa del pueblo, decía que se llevara una cuerda «por lo que pueda pasar». A Hitchcock una soga le sirvió para crear una película completa con intento rodarla en una única secuencia incluido. Alejo Moreno utiliza la cuerda trenzada como elemento decorativo, y aprovecha para apretarla literal y metafóricamente alrededor de sus dos personajes antagonistas e idénticos, según el minutaje concreto.
Alejo se presenta como mente inquieta, una de esas que está llena de referentes e ideas que quiere plasmar en imagen, con el sentido de lo milimétrico que sufre alguien perfeccionista, y el ataque fan del que recuerda todo lo que ama y quiere penetrar en su propia obra —abusa del recurso del Doctor Jekyll y Mr. Hyde para planificar dobleces o perpetuar pesadillas, así como otros más delicados pero excesivamente visibles—. En ese elevado rango parece nacer Diana, un nombre recurrente durante toda la película que va a unir a puta y cliente, dos artistas en lo suyo condenados por sus propias cabezas, como su director.
El síndrome de Stendhal es una peculiar afección que desvanece al hombre ante la incapacidad de absorber un exceso de belleza artística. Sofía abre la puerta de su casa, el elemento acorde para todo conflicto y dice «esta es mi casa» orgullosa, «¿te gusta mi casa?» con la inquina de cocinero que confirma que te debe gustar el plato que ha preparado, porque él sabe lo que hace. Espera que el cuadro que hay junto a la entrada produzca esa muerte súbita por el delirio del arte, más que por las costuras de la bata que delimitan sus formas. Un salón verde con una lámpara rodeada de cuerdas es el territorio seguro donde Sofía puede pasear aderezada por fina lencería que espolea la imaginación febril, además de mostrar carne.
Pero la desnudez física no es lo importante, es el aderezo, la ilusión óptica para agazapar un thriller que maneja una tensa relación que cuestiona las máscaras que se utilizan en el día a día para ocultar la esencia personal, la asfixia del poder en el territorio de los poderosos, la soledad y, volviendo a lo de cuerpos bellos y desnudos, un poco de erotismo se aferra al aderezo y al contenido. Y el arte el obligado a provocarte el «stendhalazo» por méritos propios.
Sofía y Jano están llenos de dobleces, y mientras un personaje crece y se reafirma, el otro se va descomponiendo; los dos son materia que se transforma a cada momento en un juego donde al final la palabra Diana pierde su significado. Las filias cinematográficas y las creencias personales se reflejan en cada escena y los mínimos detalles quieren alcanzar siempre el máximo protagonismo, por lo que los giros argumentales llevan el ritmo de peonzas moviéndose sin control —que vi al fantasma de la ventana de Polanski asomarse, de verdad que lo vi—, pero consigue en cierto modo no perder el hilo de su propuesta original, una esencia mucho más sencilla que toda esa trama de ricos, emergentes y mentirosos encerrada en un corsé muy caro.
Precisamente su canto al poder de lo inmaterial lo conduce en todo momento a través del objeto tangible —ya sea la composición estructural de Madrid, los espejos, las dagas o un billete de los grandes—, del mismo modo que trata la libertad femenina —empoderamiento del duro— a partir del concepto de mujer objeto. Ambas son posiciones arriesgadas, y aunque estén justificadas por el discurso posterior, pueden llevar a equívocos al menor desliz.
Diana vive entre luces y sombras, lleva un ritmo de respiración entrecortada, es excesiva visualmente cuando vive de paranoias y cuadriculada cuando replica lo social, se baila trap y se gusta a sí misma. Pero eso qué importa. Sabe llegar de un punto acomodado a otro irónico en un viaje en el que Ana Rujas puede lucirse y Alejo Moreno ha vivido su propio éxtasis de placer cinéfilo hasta explotar. Y los directores hechizados por su propio trabajo son una fuente inagotable de sorpresas.