El mito alrededor de la figura de la legendaria bailaora flamenca Carmen Amaya y su aparición cinematográfica final en Los tarantos (Francesc Rovira i Beleta, 1963) sirve no sólo como punto de partida de Bajarí (Eva Vila, 2012), sino como una presencia espectral para todos los que se muestran delante de la cámara de este documental. Con la excusa de registrar el proceso de ensayo y construcción de un nuevo espectáculo en el que su sobrina-nieta participa, la estructura de la película se asienta sobre secuencias musicales —principalmente de sus ensayos—, en las que se pretende capturar la esencia de este género, y a través de la inmersión en los ambientes y la cotidianidad de las gentes de las que nace. La idea del relato cultural compartido es de nuevo el eje central de la narración como en la más reciente obra de su directora, Penèlope (2017). Largometraje en el que también cobraba extrema importancia la ausencia como algo tangible para los que continúan con sus vidas cuando el Ulises del mito clásico en el que se basa desaparece de su presente y se queda en las sombras, en el recuerdo.
Bajarí es como se refieren a Barcelona en el idioma caló y ese es el aspecto que la película retrata de la ciudad catalana. Vemos caminar a algunos de los sujetos de estudio del film por las calles entre turistas y músicos callejeros en cierto momento o la actuación en un tablao para resaltar su singularidad cultural. Porque esa es otra fuerza recurrente detrás de las imágenes que crea Eva Vila, la importancia del legado y la influencia del flamenco en la identidad de la comunidad gitana barcelonesa que retrata. Hasta un niño permeado por el peso de la tradición y de un arte que parece surgir innato, que no se puede aprender en toda su dimensión sin sentirlo propio, sin que lata en sus corazones. Un concepto que conecta con la joven japonesa admiradora de Camarón de la Isla de La leyenda del tiempo (Isaki Lacuesta, 2006), aquella que viaja a España para aprender a cantar y recibe de su profesor una terrible y directa respuesta: el cante es algo que no se puede enseñar. El flamenco surge de dentro y se expresa en sus voces, sus palmas, sus acordes con las guitarras y los taconeos en la tarima donde Karime Amaya practica sus pasos.
La mezcla de instinto, formación, estilos y habilidades diferentes propias de cada componente del espectáculo se van ajustando para complementarse y armonizar su función en cada instante. Los conflictos que puedan surgir se van transformando progresivamente por y para llegar a la excelencia de una expresión artística que todos entienden les trasciende. Es necesario asumir que el genio es algo a lo que no se puede aspirar y la vergüenza que confiesa Karime para bailar delante de la imagen de Carmen Amaya resume perfectamente la humildad con la que se acercan al flamenco todos ellos.
La directora realiza un ejercicio observacional durante la mayor parte del metraje —consiguiendo crear relaciones entre planos y momentos de gran significado y resonancia—, dirigiendo su mirada a escenas que mantiene estáticas simplemente dejando transcurrir el tiempo con las acciones y diálogos de sus protagonistas o fijándose en detalles concretos y mínimos, fragmentando cuerpos y espacios. Sin embargo, el montaje a veces transgrede su propia coherencia estructural, insertando planos para evocar determinadas ideas o producir cierto simbolismo que en ocasiones se puede percibir como excesivamente artificioso dentro de una obra que tiende a lo naturalista en su punto de vista. Algo que podría pasar por una injustificada inseguridad de que su propia propuesta no fuera capaz de transmitir todo lo que desea por si misma. Un pequeño desequilibrio que subraya en realidad la autenticidad, respeto y modestia con la que Vila rueda Bajarí.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.