Ya en su primer trabajo, Hiromasa Yonebayashi demostró que prefiere tocar con los pies en el suelo. Su irrupción en el mundo del cine gozó de la supervisión de Isao Takahata, fallecido hace apenas un año, y Hayao Miyazaki, responsable del guión de su ópera prima. Ambos personajes, fundadores del ya legendario Estudio Ghibli, inventaron una nueva forma de entender la animación. Películas como Nicky, la aprendiz de bruja o La tumba de las luciérnagas demostraron que los “dibujos animados” podían ser concebidos y planificados siguiendo los mismos criterios que las películas en carne y hueso. Ya fuera mediante el uso de filtros o gracias a la medida elección de los planos, eran trabajos que transpiraban cine a toneladas, a diferencia de lo que sucedía, por ejemplo, con los trabajos de la todavía más aclamada (casi sobra decirlo) factoría Walt Disney. Pero más allá de los aspectos técnicos, los creadores de Heidi y Marco crearon también un mundo imaginario que cabalgaba entre el más crudo realismo y la más inverosímil fantasía, repleta de metáforas y casi siempre fuertemente vinculada a la naturaleza.
Pero aun existiendo un tipo de narrativa claramente identificable en toda la obra de ambos autores, esta goza de una ancha variedad de estilos. Y en ella, el trato del elemento fantástico varía en función de la intención de cada película. Dejando a un lado los casos excepcionales de El viento se levanta y la ya mencionada La tumba de las luciérnagas (en donde el hiperrealismo apenas dejaba lugar a pequeñas reminiscencias de fantasía), existen dos tendencias claramente reconocibles. En la primera, observable en trabajos como El castillo ambulante, El viaje de Chihiro o Pompoko, la fantasía actúa casi como protagonista, convirtiendo a los personajes y al propio guión en dispositivos al servicio del mismo. Todos los elementos narrativos parecen destinados a maximizar el potencial imaginativo de los creadores nipones. En la segunda, identificable en trabajos como Porco Rosso, Recuerdos del ayer o Mi vecino Totoro, lo fantástico ocupa el modesto lugar de acompañante, siempre actuando en calidad de alegoría para reforzar el discurso del guión y tender puentes entre personajes y espectadores. Este es, al parecer, el camino elegido por Hiromasa Yonebayashi.
Mary y la flor de la bruja arranca con una brillante secuencia de acción, abiertamente hereditaria del estilo de La princesa Mononoke. A continuación, la película pega un inesperado frenazo para presentarnos a Charlotte, una torpe adolescente enjaulada en la aburrida rutina de su tía. La escapatoria consistirá, como cabía prever, en el descubrimiento de un mundo paralelo, repleto de magia y seres desconocidos, cuyo origen guarda una inesperada relación ancestral con la joven protagonista. A diferencia de los estilos de los autores mencionados unas líneas más arriba, realidad y fantasía conviven en paralelo, separados por apartados claramente diferenciados. Son como dos tramas paralelas que se retro-alimentan en beneficio de la evolución de la protagonista principal. Y el caso es que ambos apartados están minuciosamente cuidados, gracias a lo cual resulta tan placentero descubrirlos. La claustrofóbica convivencia familiar está expuesta con tanta delicadeza que deviene tremendamente creíble, al tiempo que el mundo fantástico desprende incontables destellos de creatividad y se descubre con tal seriedad que podría despertar la envidia de ese gigantesco monstruo de la animación llamado Pixar.
En resumen, y a pesar de no llegar a la inmensidad de los grandes logros del malogrado Estudio Ghibli, Mary y la flor de la bruja logra alzarse como un delicioso ejercicio estilístico del que uno se despide con una ancha sonrisa e inmensas ganas de repetir.