El ambiente represivo en el que Arantxa Echevarría sitúa a sus dos protagonistas, un par de adolescentes que todavía no ha llegado a la mayoría de edad, sirve como forma de describir un sistema con el que ambas intentan lidiar en su día a día. Mientras Lola se enfrenta a la mirada de un padre que espera con ansia que llegue el día de la pedida, Carmen se encuentra con la desaprobación de su madre por no querer plegarse ante unas consignas que apuntan a la obediencia de la mujer en un medio meramente patriarcal. La cineasta debutante no necesita más que pinceladas para ir definiendo los lindes de un contexto en el que en todo momento, y siempre dentro del seno familiar en el que viven las dos protagonistas, se implicita una direccionalidad emparentada a ese entorno, y vinculado con la protección de un honor que casi siempre sobrevuela el universo mostrado.
Los excesos, que se antojan algo (en cierto modo) elemental en un marco relacionado con la tradición unida al permanente foco del culto, encuentran en el pulso de Echevarría un equilibrio necesario, y es que más allá de ciertas secuencias que se perciben como un tanto forzadas —como, por ejemplo, la de la peluquería—, el libreto de Carmen y Lola mide los tiempos a la perfección, encontrando además en sus intérpretes la mesura exacta en la que dirimir ciertas escenas que finalmente se comprenden mediante la propia concepción de sus personajes. Es en ese sentido, donde todos y cada uno de los actores que participan en el film cobran una importancia primordial en tanto son capaces de trasladar —sin llegar en ningún instante a la impostura o sobreactuación— unos roles cuya intensidad requiere una consonancia que en el film de Echevarría se dibuja con una facilidad inusitada.
La cineasta, bordeando los rasgos habituales del cine social —aunque ese primer plano estático de potente puesta en escena pueda llevar a engaño— logra, sin embargo, dotar de una personalidad propia a su trabajo, especialmente en un notable trabajo de cámara —esa forma de acercarse a sus personajes en primeros planos cuando el momento lo requiere, creando un halo de intimidad, de cercanía, difícilmente palpable en ese entorno— y en la consecución de unos espacios que funcionan como resguardo perfecto para desarrollar el camino de una relación que en primer momento sólo querrá explorar Lola, consciente de su condición, y espejo ante el que Carmen abrirá las puertas de un mundo que, encerrada en su propio hogar, no se le había presentado hasta ese momento.
Carmen y Lola es capaz desde la construcción de un universo propio, manifestar una situación que no obstante no es comprendida desde una visión absoluta; si bien Arantxa Echevarría expone y denuncia unos hechos poniendo su mirada sobre una comunidad tradicional y creyente, no se antoja ni mucho menos tendenciosa por más que esté condicionada por el contexto elegido por la cineasta. Así, el film encuentra en su discurso —en ocasiones, un tanto maníqueo, pues en el fondo se mueve en un terreno siempre difícil de manejar— una herramienta que posee la capacidad necesaria como para otorgar cierta perspectiva, pero sin sobreponerse en ningún momento al relato humano propuesto por Echevarría, que encuentra en esas dos muchachas carácteres que, al fin y al cabo, chocan por la distinta naturaleza del entorno en que han sido criadas —Lola tiene una percepción que quizá el personaje de Carmen no comprende por esa estimgatización del ambiente que la rodea—, pero se funden en algo mucho más importante que toda esa circunstancia: un sentimiento reflejado en un último plano tan tópico como, en esencia, representativo.
Larga vida a la nueva carne.