«Meet the Feebles» cantaba la tele, «meet the feebles» coreaban un montón de bichejos de trapo un poco feúchos y desgarbados y, sin darte cuenta, te quedas frente a la pantalla como la niña de Poltergeist, con la certeza de poder ver mucho más colorido en mi aparato catódico que la pequeña Carol Anne.
Todo esto viene porque Jim Henson en sus años mozos decidió crear un espectáculo con animales humanizados que algún ser imaginativo decidió llamar aquí Los Teleñecos —The Muppets siempre ha sonado más a bayeta—. La rana Gustavo, la cerdita Peggy… un sinfín de muñecos que saltaban, gritaban y supuraban teatralidad para que centenares de niños (física o espiritualmente, lo mismo da) se sentaran frente al televisor para disfrutar de sus aventuras, ya fuera en series, apariciones especiales, adaptaciones de clásicos literarios o clips con el famoso de turno en la época exacta. Porque la vida de estas marionetas ha superado a su propio creador, y se sigue sangrando su existencia hasta la gran gamberrada del hijo de Henson, Brian, que ha llevado al mundo de los adultos un punto de obscenidad que en el material original se quedaba en ligero guiño para avispados, con la película ¿Quién está matando a los moñecos? —gracias David Broncano por enriquecer nuestro vocabulario—.
Brian Henson lo vivió en directo, y ha querido hacer su propio homenaje al lado oscuro —que no al Cristal oscuro— de los muñecos fácilmente manejables con hilos. Pero vamos a lo interesante, a la cancioncita de «Meet the Feebles» que sigue sonando en mi cabeza. Porque Peter Jackson fue uno de los niños que, palomitas en mano, pantalones cortos y ojos saltones, se sentaba en el suelo para ver una nueva aventura de los Muppets desde su casa en Nueva Zelanda, y tal fue el impacto memorial que su segunda película fue la canallada El delirante mundo de los Feebles, la parodia definitiva que disparaba contra todo y contra todos gracias a los amigables, peligrosos y sucios componentes de la compañía teatral de variedades Feebles, dirigida por un tal Bletch con forma de morsa.
Original es una palabra que se queda corta para lo que recreó Jackson en la que ya es una película de culto, donde con una primera canción para presentar personajes ya se puede ver el pie del que cojea cada animalucho colorista presente en el escenario y aún así, nuestra imaginación se queda corta para comprender en ese pequeño acto toda la depravación que se nos viene encima.
La película pone en primera línea una espectacular crítica hacia el mundo del show business (lo que hizo Verhoeven en Showgirls, aunque cada vez le tenga un ligero mayor aprecio, sinceramente se queda corto), con promotores despiadados, actores con claros problemas de autocontrol (ya sean psicóticos, maniáticos, morbosos o llorones), claras intenciones de pisar cabezas para llegar más lejos, estrellitis aguda, drogas, sexo ocasional, sexo ocupacional, sexo cochino, sexo pornográfico… todo vale para enfangar a la farándula, teniendo en cuenta que la elección de los personajes no podía ser más obvia —y gratificante—, a cada animal su homólogo comportamiento humano. Las marionetas originales son un cómputo de gracia, color y belleza que se pierde en los Feebles, todos con colores apagados, embrutecidos, de vestimentas excesivas. Una adaptación al ‹underground› a la que no le falta un solo detalle.
Jackson no solo quiso homenajear el mundo de las marionetas, y en el trasiego tras bambalinas encontramos todo tipo de referencias a cualquier género cinematográfico imaginable, desde el musical (como obvio) pasando por el cine negro, el drama, el romance rosa (y el peliagudo), el bélico, como otros de un rango más z del estilo del gore o incluso el porno; solo algunos ejemplos de lo que ofrece el espectáculo, llegando a rememorar algunas escenas de cine de las que se quedan abotargadas en la retina, como el mítico Marlon Brando de Apocalypse Now mezclado con El cazador.
La jugada es sucia y enfermiza, arrancando alguna fuerte diversión por el camino, mientras seguimos a la diva venida a menos Heidi y sus enemigos por un mundo en el que todo parece que va a estallar por los aires, y cuando lo hace, la sorpresa es incluso mayor de lo que se esperaba. Alguien estará matando a los ‹moñecos›, pero igual la policía debería interrogar primero a Peter Jackson, que a finales de los ochenta la lió a lo grande sin el permiso de nadie, en contraposición a ¿Quién engañó a Roger Rabbit? que a su lado parece una película blanquísima y familiar. Hay que apostar por lo oscuro de vez en cuando, aunque sea aniquilando todo concepto infantiloide de nuestras cabezas.
Buena