El Festival de Cine de Sarajevo es un lugar muy especial para mi, como habrá comprobado cualquiera que pueda leerme de vez en cuando por esta página. O por si no hay mucha gente que me siga por aquí, para qué nos vamos a engañar, lo digo yo: Sarajevo es un lugar que me pertenece de manera egoísta y estúpida de forma muy sincera.
No es solo el certamen, es la ciudad, al menos durante dos semanas todos los años. Me cuesta explicar el porque, ya que ni siquiera tiene un valor sentimental, por los buenos recuerdos en compañía de gente que marcó mi vida, como sí podría ser, y lo es, una ciudad cercana como Mostar. Pero a la capital bosnia regreso todos los años y marca en mi calendario el final de un curso y el comienzo de otro, proyectos futuros, trabajos, nuevas ciudades donde malvivir y donde hacer resumen de todos los sueños que se hicieron o no los anteriores 11 meses.
Como resumen —manido—, es un estado mental. Una ciudad que enseña su mejor cara al turista durante unos breves días. Y un festival con personalidad propia, algo que buscan con ahínco todos los certámenes y muestras cinematográficas del mundo.
Este año se ha notado cierta fragilidad, o la sombra de una cuestión que acecha en cada edición pero que está vez ha sido demasiado evidente; el Festival tiene problemas. Y eso se nota en la reducción de los días que dura, donde realmente encontramos ya solo 6 jornadas de programación. Eso nos ha llevado a encontrar una saturación de películas, donde siempre había que prescindir de un visionado en detrimento de otro. Nada que no veamos, por ejemplo, en Sitges, pero esta vez ha sido evidente incluso para mi, que durante el festival a parte de estar sentado devorando películas —porque una parte de la crítica es lo que hacemos, devorar, y no como una cualidad positiva— paso el tiempo andando de un lado a otro, bebiendo un café tras otro, tomando comida basura o escribiendo en algún rato libre.
A parte de los problemas económicos que han llevado a la reducción de días de programación, donde el primero solo encontramos la cinta inaugural y el último día es el reparto de premios y poco más, Sarajevo presume desde hace años de una poderosa mirada femenina o de diseccionar una masculinidad en decadencia. Puede resultar contradictorio en una región que sigue resultando conservadora en cuanto a lo social y donde el rol de la mujer y el hombre está todavía menos desdibujado que en otros lugares, pero precisamente por ello la mirada resultante es crítica.
Estos “nuevos feminismos” juzgan con la mirada la perdida del rol masculino “clásico”, y siempre es puesto en jaque. Las obras suelen ser incisivas, irónicas y con sustancia. Pero desde hace algunos años viene pisando con fuerza una mirada de la migración que, en parte, es la evolución de unos cines europeos que diseccionaban los males de una Europa a la deriva y en crisis tanto económica y social. Un cine que muestra un malestar generalizado, sin respuestas y a veces fatalista. Prácticamente casi todas las obras rumanas o búlgaras, siempre con una presencia destacada en Sarajevo o en el panorama internacional, pueden ser observadas de esa manera.
Pero como decía, la migración ha ido ganando terreno como un apéndice de lo anterior comentado. Como una consecuencia lógica de una Europa asustada. Este año el ejemplo más claro ha sido la co-producción bosnia-turca de Aida Begic, Never Leave Me, aunque más centrado en el periplo de los refugiados sirios en Turquía.
Porque en las categorías de la Sección Oficial o In focus se resume ese malestar que asola el continente. Muchas de las obras que visitan Sarajevo intentan reflejar en pantalla la realidad cotidiana en pequeñas batallas. Lo que observa el espectador es solo una ventana a algo que sucede fuera del cine. Hay cabida para otras formulas y obsesiones, donde también es digna de mención esa mirada al pasado para comprender el presente.
Pero si ha habido una evolución es la de mostrar una realidad oscura pero ahora llena de cinismo y sin posibilidad de salir de ella.
Pero no, el resumen no es ni puede ser tan pesimista. La propia ciudad se encarga de ello. La bipolaridad del ánimo de la ciudad —más aún que del país, Sarajevo sufre los mismos males que el resto, pero siempre ha habido una élite cultural dispuesta a batallar y cambiarlo todo— es contagiosa, tanto para el visitante como para el reflejo de un festival tan amado por buena parte de sus habitantes como despreciado por otros —al fin y al cabo, en un país con graves problemas económicos y donde te siguen preguntando a qué partido votas para determinados puestos laborales, resulta casi hiriente el dinero que se invierte en el certamen—.
Este estado mental, durante cada vez menos días, es otro estado mental de Europa o del mundo contemporáneo. Pero para mí, como decía antes, es solo el lugar donde acaba una etapa de mi vida y empieza otra, todos los años. Y me gusta pensar que también para todas las personas que me encuentro.