El terrado de una de las casas que visita Juliana en su rutina diaria, acoge una conversación entre ella y su inquilino donde este le habla acerca de como ha ido alterando la marcha el lugar donde reside. El ritmo y la tranquilidad que se divisan desde las alturas y parecen empapar el día a día de sus gentes, contrastan así con las excavadoras y cemento que alteran el austero paisaje, mutando sus características. Un cambio que ahora también llega a la vida de la protagonista, quien tomará la decisión de abandonar su ciudad natal, Itaúna, para aceptar un trabajo de prevención de plagas en Contagem, un municipio situado cerca de Belo Horizonte.
Temporada entronca con ese cine brasileño de nueva hornada donde lo social no se dirime de forma directa o explícita, más bien constituye parte de una realidad —que en ocasiones converge con lo irreal, como han apuntado cineastas como Juliana Rojas y Marco Dutra en sus dos largometrajes juntos— que observa ese componente como un apunte a través del cual otorgar cierta dimensionalidad al espacio acotado y así definirlo. Es en esa construcción donde el personaje central encuentra un lugar que se debate entre lo personal —la relación que mantiene a distancia con su pareja, y cómo esta va obteniendo nuevos matices a medida que Juliana va encontrando la manera de abrirse a otros personajes y los vínculos entablados con sus nuevos compañeros, especialmente con Russão, son un modo de comprender la nueva tesitura que afronta y el porqué de ese volver a empezar— y lo laboral —tomada como una forma de supervivencia en su máxima expresión— que sirve para ir trazando nuevos caminos y abriendo paso a la necesidad de un nuevo inicio.
El debutante André Novais Oliveira entiende este proceso —que no sólo implica a la protagonista— a partir de una dialéctica que se desliza en los planos sostenidos de Temporada. Una concepción del cuadro que de cierta manera encapsula a sus personajes, en busca de un cambio, en constante movimiento, pero de algún modo atrapados, no tanto por las características de un trabajo que coarta sus posibilidades, como por la descripción de un escenario que vuelve vez tras otra a los mismos puntos y no ofrece vías colindantes excepto cuando se sale de él —el retorno de Juliana a Itaúna plantea un panorama distinto, pero también despierta viejos fantasmas en ella—. Es precisamente ese paisaje derruido y abandonado al que se enfrenta día tras día la protagonista, lo que parece definir un estado forzoso del que ir saliendo a medida que se reorganiza un nuevo periplo cuya urgencia se deduce de los intentos por construir otra realidad dejando atrás aquello que constituía la vigente.
Temporada se erige así como un retrato que va más allá de lo personal —por más que se cimiente en la crónica particular de Juliana, compañeros suyos como Helio o Russão también intentan vencer ese estigma del avance sin medios o motivaciones para ello— y que encuentra en un discurso firmemente dispuesto a través de su aparato formal —no es casual el momento en que llega el único travelling lateral del film— el principal incentivo de un cine que continúa alimentando unas inquietudes que demuestran ser algo más que propias, y refrendan en títulos como el que nos ocupa la función de una mirada que no está cada vez más presente de modo incidental.
Larga vida a la nueva carne.