Hace algunos años que venimos viendo un tipo muy determinado de thriller dramático proveniente de Rumanía, donde se suele analizar de fondo un choque frontal entre los habitantes de las ciudades y del campo, como resultado de una ruptura política, social y económica entre ambos mundos. No es que esto no ocurra en otros lugares del planeta, al contrario, pero es en el país balcánico donde el cine parece mostrar una ruptura más radical.
Florin Șerban, autor de la interesante Si quiero silbar, silbo (Eu cand vreau sa fluier, fluier, 2010), obra estrenada incluso en algunos cines españoles, nos presenta a Simion, un solitario hombre que vive en una vieja cabaña en las montañas sin más compañía que la de un perro al que no tiene puesto ningún nombre. De aspecto duro y silencioso, un buen día Simion se encuentra a una joven, Irina, golpeada y abandonada en el bosque. Nuestro protagonista decide cuidarla ante las negativas de la chica por buscar ayuda en el pueblo. Lo que acontece entonces es una historia de amor entablando la misma relación que la de los dos humanos del filme con el perro.
Florin se vale de una luz naturalista, sin artificios, con largos planos estáticos para detenerse en la psicología de unos personajes a los que vamos descubriendo poco a poco. Todo lo que sucede entre los personajes resulta enfermizo: Simion trata a Irina como una posesión, prohibiéndole salir de la casa —vamos, que solo la trata un poco mejor que al perro—, e Irina va intentando ganarse el afecto del otro de la misma manera que un perro vagabundo se acerca a un humano, buscando cobijo y comida a cambio de lealtad por mera supervivencia.
Simion, ese hombre brusco y parco en palabras, muestra una agresividad que Irina no intenta suavizar en ningún momento. Sus intentos por seducir a la chica son torpes y hasta enternecedores en ocasiones. Entre ellos media un mundo de distancia. Hay diferentes lecturas entre la relación que se establece entre ellos, si es sincera por parte de ambos o no, pero ante una decisión tomada por Simion, Irina decide emprender un nuevo rumbo. No queda claro del todo, pero esto hace ganar atractivo a una cinta que tiene diversas lecturas.
Una obra que nos muestra a un hombre que ha perdido el interés por cualquier relación afectiva con cualquier ser humano, que incluso limita al máximo el cariño que pudiera tener por su perro, y de pronto se ve de nuevo enamorado, pero sin ninguna herramienta apropiada para actuar correctamente ante la situación, siendo superado por los celos y su personalidad. Una película donde el pasado el pasado de él se explica a cuentagotas en unas pocas palabras, pero donde ella nunca termina de explicar del todo que es lo que ha sucedido, cómo ha acabado ahí y en ese estado.
El punto de vista bascula entre los personajes, el encierro de ella y la lucha interna de él, de un hombre que no quiere volver a estar cerca de nadie, pero que inevitablemente no puede llevar a cabo dicho propósito por mucho más tiempo. Lo curioso es que Simion trata a los humanos como a perros, con la misma frialdad y distanciamiento. La historia se cuece a fuego lento, hasta un final abrupto que funciona como símil de la crónica que nuestro protagonista cuenta a su cautiva. De lobos hambrientos y cazadores en busca de venganza. De perros fieles y maltratados.
Para todos aquellos que no teman al denominado cine del tedio —nombre puesto precisamente por aquellos que disfrutan de dichas películas siendo conscientes del sopor que producen en los demás—, Love 1. Dog puede resultar una experiencia gratificante. Para los demás, entre los que me incluye, la obra del cineasta rumano no puede ser tachada de mala en ningún momento, pero no termina de despegar hasta un final que se hace corto, pero que resulta demoledor y le da sentido a todo lo visto anteriormente.