La llegada de Megalodón vuelve a poner de relieve la fascinación que los tiburones y demás criaturas marinas han ejercido siempre en el espectador, especialmente desde que Spielberg fomentara el miedo a bañarse en el mar con el estreno de Tiburón hace ya cuatro décadas. Antes de eso, un autor tan controvertido e imprescindible como Samuel Fuller se había interesado también por estos animales en la fallida, pero extrañamente magnética, Shark, arma de dos filos, si bien sólo para reflejar metafóricamente el fondo depredador y cainita de sus muy amorales protagonistas. Esta cinta, poseedora de un intensísimo halo de malditismo, se enmarca en el periodo más errático de la carrera de su director (que, sin embargo, había dirigido un lustro antes la memorable Una luz en el hampa y que dirigiría después, cuando muchos ya daban por hecho su decadencia, joyas como Perro blanco o la extraordinaria Uno Rojo: División de Choque). Se sabe que Fuller renegó de ella alegando que había sido destrozada en la sala de montaje, aunque viendo el material existente tampoco puede aventurarse con seguridad que de ahí pudiera salir algo especialmente logrado. Lo innegable es que la película resultante de ese pulso entre el empeño de Fuller y la tijera de los productores luce enormemente desconcertante: el guion, inconexo a menudo y de ritmo trastabillante, adquiere matices extraños gracias al raro ímpetu visual del autor de Yuma, que plaga la narración de encuadres extravagantes que otorgan al film una pátina casi irreal, alucinada, que en cierta manera disimula el look tan descuidado que define el conjunto.
Obra oscura, ebria de cinismo y mala uva, tan incorrecta como solía ser siempre el cine de su director (aquí hay violencia de género mostrada con despreocupada ligereza), Shark! es enfebrecido cine negro de la vieja escuela, que se deja intoxicar por la narración aventurera de tintes exóticos (estamos en un México que simula ser Sudán, con árabes más falsos que un duro de madera) solo de forma residual, con escasas incursiones náuticas que pueden dejar insatisfechos a los amantes del cine de escualos, si bien especialmente inquietantes por el realismo con el que están filmadas; de hecho, el rodar entre tiburones reales se acabó cobrando la vida de uno de los especialistas, hecho este que los responsables decidieron usar para promocionar el film, con el consiguiente abandono del proyecto de un Fuller comprensiblemente indignado, que pidió, sin éxito, que su nombre fuera retirado de los créditos finales. Como decimos, Shark! no tiene mucho que ver ni con el cine de aventuras ni con el cine de terror protagonizado por animales, si bien hay elementos de ambos en su gestación. Sin embargo, como estudio sobre la avaricia tiene un cierto atractivo que ni siquiera el muy pobre guion puede neutralizar. El carisma de Burt Reynolds y la presencia siempre gratificante de gente como Silvia Pinal, Barry Sullivan y Arthur Kennedy son otros de los factores que ayudan a hacer más llevadero un metraje engordado con motivos poco estimulantes (la camaradería con el chaval) y aquejado de una falta de garra que ni siquiera el estilo anárquico y visceral de Fuller es capaz de suplir.
Como puede verse, no estamos ante una gran película. De hecho, diría que es casi innegablemente mala. Y, sin embargo, volvemos a lo mismo: es extraña, es enigmática, es inquietante. Es como un mal sueño bañado por la sucia luz de un sol abrasador, con estética noir decadente y un protagonista (antihéroe aventurero que, en su individualismo, representa mejor que nada la esencia del sistema capitalista que rige el mundo) cuyo sistema de valores resulta tan cuestionable como la ética que mueve al resto de criaturas de la función, algo que acaba convergiendo en un desenlace malévolo e inteligente que certifica la visión nada complaciente que tiene su autor sobre el funcionamiento de las cosas y sobre la misma naturaleza humana. Si se sabe apreciar esto, por encima de los muchos defectos que ya hemos comentado con anterioridad (narración errática, dirección ofuscada, etc.), y si no se espera la clásica cinta de individuos enfrentados a los peligros del mar (quien tenga hambre de tiburones, saldrá seguramente insatisfecho), podrá disfrutar moderadamente con esta historia de traición y bajas pasiones, maquillada con un exotismo no por impostado menos agradecido. Sobre todo, queda recomendada a los admiradores del insustituible Fuller, que podrán rastrear en la mediocridad general del conjunto los rasgos que han definido su cine, aquí presentes sólo de un modo superficial (violencia seca, diálogos cortantes estilo ‹hard boiled›, pesimismo existencial, estilo esquinado y rabioso…). Una curiosidad reivindicable (a su modo).