Ya ha comenzado el Sarajevo Film Festival, y la película inaugural llegaba con el galardón al mejor director a su paso por Cannes, por lo que había cierta expectación.
Pawel Pawlikowski regresa tras Ida (2013), la película ganadora del Oscar a mejor cinta extranjera y que lo situó en el panorama cinematográfico a pesar de que llevara más de 20 años rodando de país en país, con otra obra en blanco y negro ambientada en la guerra fría como su antecesora.
Zimna wojna, en su título original, es una tristísima cinta que sigue las idas y venidas de una pareja formada por Zula, una joven campesina con una voz portentosa, y a Wiktor, un compositor y pianista que busca jóvenes talentos enmarcado en una campaña comunista en defensa de la cultura polaca, que pronto se convierte en un absurdo canto ideológico que los lleva por media Europa, saltando el telón de acero en más de una ocasión.
Una obra que nos sumerge en aquella época de manera fría y desapegada, pero llena de música, ¡y qué música!, con unos protagonistas danzando entre garitos llenos de humo y alcohol, de melancolía, de sueños truncados, de pasaportes, de queridos camaradas miembros del partido, de bohemios, de peleas y desengaños, buscándose en cada ciudad y marchitándose cuando se encuentran.
Hay una sencilla pero interesante manera de rodar la película, en especial a sus protagonistas cuando están juntos, donde casi siempre se usa el plano contraplano frontal, resultando una sensación de un muro que los separa. Toda la cinta está llena de este detalle o de mil maneras de separarlos tanto física como emocionalmente.
La trama es sencilla y creo en mi deber de no contar más de lo necesario, dos personas que se aman, que sueñan con huir de la Polonia comunista, a la vez que ella tiene miedo de perder todo lo que ha conseguido y peor, de depender en exclusiva de él en un país que no conoce. En suma, de estar atada y no controlar su futuro. Ella es la joven a la que el partido ha comenzado a adorar y él, un compositor de éxito que sueña con París. Este es el punto de inicio para una historia que de otra manera sería un dramón de domingo por la tarde, pero que filmada por Pawlikowski se convierte en una conmovedora historia de amor salpicada de música de todo tipo, mientras analiza el panorama internacional de la época sin que te des cuenta, de la construcción del muro de Berlín a esa Yugoslavia de mediados de los cincuenta que se alejó de Rusia y se acercó a Occidente para quedarse a mitad de camino entre ambos.
Sí, narrativamente funciona con un guión sencillo y hasta simple, pero que esconde una mirada y unas intenciones por parte del cineasta que no deben dejarse pasar por alto. Podríamos hablar de esa canción que canta al principio Zula, una preciosa letra originaria de Rusia, que pasa por todas las transformaciones posibles, desde convertirla en folclore polaco, hacer lo propio con el jazz o mutarla en una canción en francés, donde cada vez va perdiendo autenticidad pero al mismo tiempo va ganando fama. O de esos exiliados que no encajan, que desean volver. Del sueño de emigrar y encontrarse vacío de pronto y volver y estar igual de mal.
Cold War pasa en un suspiro mientras observamos a Zula y Wiktor perdidos, siempre insatisfechos y siempre incompletos. Lo que hay allí no lo encontramos aquí. No hay oportunidad para los grises, todo es blanco o negro. Tampoco hay exaltación de una época, o un modo de vida, por mucho que París no sea la Varsovia comunista. Todo parece deprimente y poco amigable.
Puede que Pawlikowski repita muchos de sus estilismos y formas de su anterior trabajo, pero apuntala una mirada al pasado de Polonia y a una época que le hace adquirir esa cosa que se suele llamar autoría o carácter. Cold War utiliza a su pareja protagonista para hablar de un momento dado y su evolución, o en ocasiones parece que simplemente todo este envoltorio esconda una sincera historia de amor que va pasando por tantas transformaciones como la música que disfrutamos.
Como comienzo del Sarajevo Film festival, ha dejado un muy buen sabor de boca.