«Though nothing can bring back the hour
Of splendour in the grass,
Of glory in the flower,
We will grieve not, rather find
Strength in what remains behind»
Splendour in the Grass, William Wordsworth
Elia Kazan nos hizo llorar hasta deshacernos tras darle un sentido a esas palabras que leía en voz alta Natalie Wood en Esplendor en la hierba. Recitar a Wordsworth como un canto a la inmortalidad es algo que vemos en Nico, 1988 y es un apunte recurrente entre el último manager y Christa Päffgen (la mujer tras Nico, el mito del ‹pop art›), recurriendo al autor como un convencimiento por parte de él, como una casualidad para ella al descubrir que The Marble Index —título de su segundo disco en solitario— se relaciona directamente con el poemario del escritor. Desde la madurez de una vida que ha vivido altos muy arriba y bajos muy enfangados, lo que se reconoce tras estas palabras no es la búsqueda de la inmortalidad, es saber qué es lo que se va a quedar atrás en sus vidas.
Susanna Nicchiarelli reconoce en su película a una artista que sobrevivió a la maldición de los 27 de tantos músicos que vivieron el fulgor de los últimos sesenta y sus drogas. Se pronuncia el nombre de Jim Morrison como el tipo que animó a Nico a seguir sus pasos en solitario, un modo de recordarnos que ella tuvo una larga trayectoria experimentando con su propia música tras el The Velvet Underground & Nico que todos recordamos, mucho más allá del plátano y Andy Warhol, mucho más lejos que la Factory de la que surgió. Esos años de gloria son un recuerdo difuso en la película, un tema del que no hablar en las entrevistas que le hacen, una forma de confirmar que una lanzadera explosiva no implica una vida ligada (con orgullo) a ella.
Así nos acercamos a una mujer de vuelta a de todo, dos años antes de despegar sus huellas del suelo para siempre. Una gira europea, la última, donde conocer a Christa —una fría Trine Dyrholm acomodada a la perfección a su papel—, una madura Nico que recuerda a su hijo —y al padre que nadie nombra directamente en la película, Alain Delon—, olvida sus inicios y pierde (todavía) su mente con la heroína.
Gracias a una delicada selección de sus canciones, podemos reconocer a la mujer que vive por su música y también a quien la odia, además de facilitar las transiciones con sus historias paralelas: el grupo que la acompaña, los imprescindibles desconocidos que se cruzan por el camino, las carencias de su imprevisible hijo. Entre datos fehacientes y pura imaginería conseguimos conocer hasta qué punto se puede forzar la máquina de alguien que ha conocido todo lo esperado en su vida, pero que todavía puede destilar algo de magia gracias a su oscura voz. Excentricidades de una niña que vivió una guerra y que fue arrastrada por su belleza por el mundo, hasta ser el reflejo de una época artística de la que todos quieren robar todavía un poco de brillo, aunque ya no forme parte de ella.
Escenas que reconstruyen una personalidad impactante e inolvidable, un arriesgado acercamiento a eso que tan de moda se ha puesto, retratar a una vieja estrella cuando está a punto de apagarse, cansada de sí misma y de la vida moderna —«los jóvenes de hoy son unos aburridos» dice en un momento—, que ya no cuenta con la aceptación de grandeza pero que tampoco parece importarle. Y aún así fuerte, inestable y superviviente. Es Nico, 1988 un canto al derecho a madurar y envejecer como artista, un homenaje a lo que queda tras el esplendor, sin importar demasiado la inmortalidad que ese artista no va a saber que existe.
«Aunque ya nada pueda devolver
la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no hay que afligirse
Porque la belleza siempre subsiste en el recuerdo»