Las cifras están ahí. Según noticias extraídas de diarios de reciente tirada, la Oficina Europea de Policía, Europol, si bien manejando unos números que podrían admitirse algo exagerados, deja en unos 430.000 millones de euros el dinero que mueven las falsificaciones a nivel mundial; es decir, unos 150.000 millones más que el tráfico de drogas. En territorio español, las últimas cifras oficiales globales del Ministerio del Interior y de la Agencia Tributaria hablan de incautaciones, sólo en frontera, por valor de 78 millones de euros en 2016 y de 60 millones en 2017. Estas incautaciones se distinguen mayoritariamente entre artículos de joyería, que casi llega a alcanzar el cincuenta por cierto del dato total, seguido de productos textiles o de confección como ropa, calzado y accesorios, pasando por relojería y llegando finalmente a esa gran lacra cultural que, paradójicamente y sin entrar en temas escabrosos que bien podrían rebatirse, tanto ha hecho por la industria audiovisual en este país que es la falsificación a nivel de obra audiovisual, ya sea cinematográfica o musical.
Estos datos no son sino el reflejo de miles y miles de vidas cuyo destino pende de un fino hilo de represalias y castigos continuos por haber elegido un camino de supervivencia que les ha forzado a embarcarse en un ritmo de vida de elevado peligro e incertidumbre. El día a día de Mou, mantero, chatarrero, músico pero ante todo ser humano, está retratado a través de un tamiz luminoso y radiante, optimista y con un código ético inusual al retratar la vida de un migrante con serios problemas de integración en una gran ciudad que no hace otra cosa que fagocitar sus esperanzas e ilusiones. Hacia el final de la película, esta luz se convierte en sombras al mismo tiempo que la trama documental toma un inesperado derrotero melodramático ficticio. Maravillosa la escena final en la que un fatigado Mou, derrumbado por un ‹statu quo› del cual no puede escapar y carcomido por los efectos del tratamiento psiquiátrico para paliar una fuerte depresión psicosomática, sale del portal para desvanecerse ante la cámara, como ocurre con el resto de sus similares, personajes invisibles.
Las calles que este hombre patea, y casi podría decirse que conoce de memoria, junto a su grupo de compañeros de fatigas son también el reflejo de esos sueños que comparte con el resto de barceloneses, con los turistas y con la percepción que tienen los medios de la ciudad. Es esa Barcelona limpia y sucia al mismo tiempo, accesible e impenetrable, moderna y abierta pero también conservadora, fronteriza; multicultural aunque clasista, libre para unos pocos y esclava para otros muchos. No obstante, su belleza está ahí esperando, esperando quien la vea con los buenos ojos. La mirada del cineasta Juho-Pekka Tanskanen, justamente revestida de un blanco y negro que funciona tanto como herramienta tanto de verdad como de transparencia, no sólo es contemplativa, dejando el espacio necesario para mostrar ese lado ensoñador, casi onírico de la ciudad condal, sino que también es reflexiva, directa, es un cañonazo de preguntas, las mismas que se hace Mou mientras inspecciona los contenedores en busca de chatarra que revender en un almacén donde una sinfonía de Vivaldi oculta el estruendo del metal oxidado.
Me gustaría saber si Mou logró la
Tranquilidad y felicidad que tanto anhela !!! Y qué está sociedad le devolviera la dignidad!!! Los seres humanos no somos ilegales !!!!