Olvidadas en un pueblo minero de León, en casas destinadas a la ruina, solas con sus recuerdos de una época de grandeza, de trabajo y de lucha. Olvidadas en una residencia de ancianos en Barcelona, sin más futuro que añorar el pasado, entre la resignación y el orgullo de una vida destinada al trabajo, a cuidar de sus familias, a olvidar sus talentos y aspiraciones.
Casa de nadie, documental de Ingrid Guardiola seleccionado en el Atlántida Film Fest, es un ensayo sobre la vejez y sobre la ruina, sobre la memoria y el trabajo desde el punto de vista de la explotación capitalista. La directora, ensayista y profesora de humanidades, presenta a dos comunidades alejadas geográficamente, pero que comparten la ausencia de hogar: un hogar que se marchó de unas personas, en el caso del pueblo minero, o unas personas que se marcharon de su hogar, en el caso de la residencia de ancianos barcelonesa.
Hay en nuestra sociedad un problema de memoria y de reconocimiento. Como si todo el pasado fuera desechable, como si la pólvora se acabara de inventar. Ello, unido a una ideología que busca la novedad constante, la máxima productividad, provoca que se descarten tanto a personas como a municipios. Sobre eso parece reflexionar Ingrid Guardiola en este docu-ensayo; la desgracia que supone que se aparten de la vida pública a aquellas comunidades y personas que deberían servir de espejo y punto de referencia. El tópico de la “historia viva” se hace verdad en los surcos: de las montañas donde antes había minas y ya no queda nada, o de la piel arrugada donde queda escrito el paso del tiempo.
Se trata éste de un documental áspero, duro y frío como el clima en las cuencas mineras o como el día a día en una residencia de ancianos. El gran acierto de su directora es ir entrando poco a poco en el tema, dejar que las reflexiones y pensamientos que producen sus imágenes vayan dejando poso, intentar que el espectador saque sus propias conclusiones y establezca sus conexiones entre los dos mundos. Se puede apreciar en Casa de nadie una voluntad documentalista que consiste en dejar la cámara allá donde pueden pasar cosas, hacer las preguntas justas y dejar que los protagonistas hablen. El buen hacer de Ingrid Guardiola se revela en un montaje puramente ensayístico, que sortea el escollo de la dispersión y consigue transmitir ideas sin avasallar.
En una escena especialmente significativa, las mujeres de la residencia de ancianos de Barcelona revelan cómo sus sueños y capacidades fueron dejadas de lado por culpa de su familia, sus maridos o la propia estructura de la sociedad. Una vez mayores, y liberadas en parte de ese yugo, se dan cuenta de que lo que les queda es la marginación, el exilio a casas sin hogar, en donde no cumplen ningún otro papel que esperar a la muerte. La directora parece ofrecer una cierta solución en aquellas escenas donde se produce un diálogo intergeneracional, donde se aprecia la especial necesidad de ofrecer a las personas mayores una voz y un lugar en la sociedad.
Desalmados aquellos que olviden a sus padres.