Estamos acostumbrados a grandes conflictos socio-políticos, a un nivel en el que, a una distancia imprudente, se pone en un mismo saco ataques terroristas y plegarias grupales en busca de un entendimiento o una separación. Los territorios se delimitan por intereses que no siempre convencen a los habitantes de esas líneas invisibles, lo que realmente conviven con esa imposición, ya sea inmediata o milenaria, y cuanto más lejos se encuentra ese interés de las líneas, más fuerte es su sentencia sobre la existencia de la misma.
Uno de esos territorios que han servido de moneda de cambio en múltiples ocasiones, o han sido «descubiertos» por algún iluminado navegante que al poner pie en tierra se proclamaba dueño del lugar es la isla de Córcega, que tras grandes cambios en la historia, quedaron definitivamente como una isla perteneciente a la República Francesa. Esta imposición lleva al nacionalismo, y el paso del tiempo se convierte en una puerta abierta para confundirlo con mafia y desafiar creencias hasta trasladar la imagen única de violencia.
Este tema es el que ha interesado a Thierry de Peretti para volver a Córcega tras Les Apaches, en esta ocasión con un discurso mucho más oscuro e intenso, rememorando esos caóticos thrillers demasiado cercanos a la realidad que tanto han molestado en Italia a la nueva ‹Cosa nostra› en los últimos años, pero con el sentido de lo desconocido para una mayoría, detallando la existencia de eso que llamamos conflicto en una isla que Europa no presta la atención necesaria para reconocer sus intereses.
A partir de ese olvido que llega prácticamente desde Francia, su hermano mayor, de Peretti centra la atención en un joven idealista y en un atentado/venganza que hace que conozcamos la historia tras las convicciones de ese joven. La película sufre un ‹rewind› que nos permite interiorizar esas convicciones ante un crecimiento estable pero irremediablemente rápido de la violencia a la que nos remite su título.
Del crío que idealiza desde la teoría mientras coquetea con las malas compañías, vemos una evolución de una implicación con la revolución corsa en la actualidad, y de Peretti se permite rebuscar en el fango de cualquier enfrentamiento estancado, sabiendo que donde aparecen armas se toman decisiones peligrosas y se buscan socios inestables. Así, Une vie violente nos ofrece una imagen espectral de la juventud corsa en particular, de la delincuencia unida a la reflexión política más ampliamente, y de los focos oscuros de la radicalización de un modo latente.
Stéphane es el epicentro de algo grande y pesado, que va del puro adoctrinamiento, pasando por militancia más entregada que le lleva a la clandestinidad, donde se permiten simples trapicheos, actos más propios de matones, o reuniones donde sopesar los avances geopolíticos; pero donde realmente situamos a una generación es a partir de sus relaciones personales mal entendidas. Son los amigos, las mujeres de su vida (donde entra el amor, el sexo o una madre) y los mentores los que ejemplifican a través de los ojos y oídos del protagonista una verdadera situación que agoniza al no situarse puramente en lo vandálico, lo mafioso o lo interesado.
Une vie violente es valiente al relacionar errores con realidades, pero se pasa con lo subversivo del asunto. El drama se repite como un tema normalizado y resulta complicado integrarse en lo que sucede en algunos pasajes de esta historia. Solo un final donde encontramos a Stéphane desgastado nos sirve para asimilar todo lo vivido, dando importancia a esa violencia que pisotea creencias y que diluye el humo de la valentía. La película no intenta consolidar una visión cerrada del nacionalismo radicalizado y sí indagar en el tema de la identidad, y aunque sea a partir de algo tan concreto da espacio a una imagen más humana, perfilando la individualidad de un hombre dentro de una lucha en la que no es tan fácil reflejar su impronta en la Historia. Los individuos se desvanecen, engullidos por la protesta condenada a eternizarse.