Hay una extraña mitología, cuasi indivisible del personaje, que rodea en ocasiones a grandes figuras de ciertos entornos donde se antoja inevitable ya no escapar de lo excéntrico, sino no regodearse en ello. Como tantos otros, Michał Waszyński fue un tipo excéntrico a su manera: huido de su patria, rebautizado —su nombre de origen fue Mosze Waks— primero con un nuevo nombre, y más tarde con un apodo (“el príncipe polaco”), y convertido al catolicismo dejando atrás sus raíces judías, nos encontramos ante un cineasta y productor —en su haber está la película más cara de la historia del cine en su momento, La caída del Imperio romano, entre otras grandes producciones como 55 días en Pekín— cuya aura de misterio rodea su figura incluso cincuenta años después de su muerte.
Elwira Niewiera y Piotr Rosolowski abordan en su segundo documental juntos tras las cámaras —que, además, saldría galardonado de Venecia— esa insólita fricción entre lo tangible e irreal de un universo poblado (a su manera) por la inventiva y fantasía que se desprende de la mente de un creador, y que en el caso de Waszyński le llevaba a capas de una subrealidad alterna cuyo nacimiento no se sabe si se concibió como modo de dejar atrás un turbulento pasado, o en conexión con la inquieta mente de quien buscaba rebasar nuevos límites —ya no sólo en lo material, con la reconstrucción realizada en La caída del Imperio romano, también en lo puramente ficticio—. El príncipe y el Dybbuk expone en la personalidad del cineasta de Kovel —situado en la actual Ucrania— una de esas crónicas donde lo real deja de serlo para afrontar una fantasía que bien podría mezclarse con lo auténtico, disponiendo así una senda etérea, pero que en cualquier caso afronta la fabulesca y mítica imagen desde una perspectiva a través de la que comprender ese inalcanzable jugueteo con algo que va más allá del poder y la fama.
Además de enlazarlo todo en un relato que fragmenta presente y pasado, uniendo imágenes de entrevistados con retales de los films realizados por Waszyński o sencillamente imágenes de archivo, El príncipe y el Dybbuk halla precisamente en lo visual una dualidad donde las ficciones rodadas por el “príncipe polaco”, o la reconstrucción de sus paseos nocturnos por Roma, encuentran una mirada curiosa y desconcertada al mismo tiempo, buscando unir aquello que quizá simplemente es imposible unir. La identidad, explorada desde ese perpetuo vistazo a tiempos anteriores, y dibujada en unas inquietudes expresadas tanto en su cine como en una vida cuyo apartado personal permanecía resguardado, sirve como propulsor de una leyenda mayor, agrandada por una incerteza que se presta a reconstrucciones todavía más abstractas (y mitificadoras) si cabe.
El príncipe y el Dybbuk no se queda, de este modo, en mero elemento de exploración de una vida ajena, ni mucho menos en retrato parcial de una de esas figuras que, al fin y al cabo, también definen a la perfección el marco en que se mueven. El film de Niewiera y Rosolowski decide ir más allá, indagando en un nombre a cuya perspectiva costará dar un formato propio, no tanto por el particular desconocimiento de una obra, sin embargo, accesible, sino por todos los elementos que las componían, y formaban parte de otro relato al que (este sí) se antoja prácticamente imposible acceder. Un relato fomentado por el delirio y la extravagancia, pero al mismo tiempo por todos aquellos asuntos sobre los que forjar el propio ser, parte indispensable de todos y cada uno de nosotros, capaz de cobrar dimensiones alternativas y cuasi quiméricas en manos de una de tantas figuras que no cesará de ser examinada por ser quien fue más allá de su naturaleza puramente humana.
Larga vida a la nueva carne.