En su estudio seminal sobre el dualismo en las pulsiones, consideradas como la consecuencia a nivel psíquico de carencias o “faltas” del ser humano hacia determinados objetos de categoría abstracta, Más allá del principio de placer, Freud define el impulso o pulsión de muerte como una tendencia a la disipación del estado de las cosas, a la autodestrucción, inherente a todo ser vivo y que implica la búsqueda de un estado anterior al Eros. Esta pulsión actúa en contrapartida a la pulsión de vida, a la constitución de unidades cada vez mayores y a su mantenimiento. Pese a ello, existe una ambivalencia entre ambas y una sinergia que las aproxima al formar parte de un conjunto, de un todo sin el cual una no tendría sentido sin la existencia de la otra. Precisamente, Freud explica que nacemos con un cierto nivel de energía pulsional que se traduce en un desnivel determinado entre la voluntad de autoconservación y el masoquismo innato. La puesta en práctica de lo último revierte en la obtención de satisfacción a través del dolor y a medida que nos volvemos conscientes de nuestra propia condición conseguimos proyectar este masoquismo al exterior tornándolo en sadismo. De ahí que este desnivel entre ambas pulsiones determine la patología del individuo y la capacidad de vivir con mayor o menor conflicto.
El fondo de Quiero lo eterno se mueve entre estas teorías psicoanalíticas al presentarnos a un grupo anónimo de jóvenes cuya razón de ser viene marcada por la violencia, la desconexión del presente, la destrucción del pasado y los instintos más primarios. Son el reflejo de una realidad dominante, una generación perdida entre la sobreexposición a la información, la hiperactividad y la sobreestimulación, lo que desemboca en un no-saber, un no-estar, un no-encontrar el camino del individuo y estar todo dirigido hacia el sinsentido. Quiero lo eterno es también una puesta en escena, la de la estética del grupo de música que forman los actores protagonistas, integrantes de Generación Genética, formación amateur que diseña experiencias sonoras entre el trap, el noise y los ruidos industriales, como un Esplendor Geométrico de los nuevos tiempos, venido a menos o venido a más, eso es lo de menos, pero que permite crear una atmósfera pesadillesca que genera un terror próximo al de los universos videocliperos de Chris Cunningham, a la oscuridad del Inland Empire de David Lynch, los apocalipsis suburbanos de Larry Clark o a la crudeza adolescente del Gummo de Harmony Korine.
Es Quiero lo eterno una película de guerrilla, una ficción con elementos documentales voluntarios donde el riesgo no sólo se aplica al fondo, anárquico de base, sino también a la forma, igualmente anárquica. Los jóvenes protagonistas torturan, asesinan, experimentan con drogas, se perforan el cuerpo con tatuajes imposibles y recitan versos malditos seguramente sacados de una estrofa de rap ante la pantalla iluminada de un móvil de última generación. El director de la cinta, Miguel Ángel Blanca, abandona a sus intérpretes a merced de la pulsión de muerte que vaticinaba Freud hace más de un siglo y que sigue igual de vigente hoy en día que en aquel entonces, casi más. Que el cineasta retrate a estos chicos es también una pulsión de muerte, un salto al vacío, otro fin del mundo. Es la constatación de que es imposible descodificar del todo a una generación que cada vez es más cercana y al mismo más lejana. Retratar a otra generación es, de algún modo, retratar el mundo que uno ha conocido y darse cuenta de cómo ha cambiado tanto que apenas nos pertenece. Pertenece al futuro.