El de la inmigración es uno de esos temas cada vez más patentes en la sociedad europea, y aunque en ocasiones ha sido tratado desde distintas ópticas —desde las mafias que traen inmigrantes para después ejercer control sobre ellos (como en ese precioso testimonio llamado La pequeña Venecia) a vertientes más sociales (la perspectiva de Ken Loach en Sólo un beso) o incluso más humanistas (esa, aunque situada en la otra punta del mapa, Tierra extranjera con la que debutara Walter Salles allá por 1995)—, lo cierto es que la mirada que arroja Moussa Touré en su tercer largometraje (y tras casi 15 años sin rodar ficción) se antoja ciertamente distinta a lo que estamos acostumbrados a ver como espectadores.
Si hablo, precisamente, de nuestra perspectiva como espectadores es por el hecho de estar acostumbrados a ver en informativos como los inmigrantes intentan cruzar vez tras otra el estrecho en todo tipo de embarcaciones, sean del tipo que sean. Es ese el punto de partida de La pirogue, que nos embarca a bordo de uno de esos navíos para contarnos la experiencia de un grupo de senegaleses de distintas tribus que decidirán partir hacía España con la esperanza de encontrar una vida mejor.
Todo empezará cuando al protagonista, un muchacho llamado Baye Laye que vive en una región cercana a Dakar y se encarga de llevar a un luchador en una especie de combates autóctonos, le llegue la propuesta por parte de uno de los encargados de preparar esas embarcaciones de partir en una de ellas como capitán de la misma; ante su negativa, el puesto será ofrecido a su mejor amigo que, no sin ciertas dudas, aceptará. Y es que en todo momento el espectador conoce a través de los personajes lo duro y difícil de un viaje que es planteado como tal.
Cuando finalmente Baye Laye decida aceptar incluso sabiendo el riesgo que puede llegar a correr, el barco iniciará un periplo que resultará tan o más crudo como se podía prever en un principio, pues a los más que evidentes frentes en el transporte fomentados por esa diferencia de credo al pertenecer a tribus distintas, se le unirá además el hecho de encontrar a un polizón una vez hayan partido, y de que algún tripulante les lleve a situaciones ciertamente complicadas para la estabilidad del grupo debido a un agotamiento tanto físico como psicológico difícil de manejar.
Esa condición será una de las principales vías a través de las que el cineasta de origen senegalés explorará los miedos e inseguridades de una tripulación en cuyas historias se podría escudar perfectamente para dejar que la narración fluyese, pero ante las que Touré decide sobreponer un cauce más humano sin necesidad de que cada personaje explore sus miserias y recuerdos en pantalla. Es obvio que resulta difícil esquivar una herramienta tan suculenta y el cineasta no hace siquiera ademán de ello, aunque tanto como que le interesa retratar otros aspectos en un film que alcanza mayores cotas a través de sus personajes y no de las crónicas pasadas de estos.
Y digo pasadas porque realmente no estamos más que ante otra crónica, donde los conflictos y diversas problemáticas que van surgiendo no desmontan lo que resulta ser un retrato transparente donde el protagonismo no lo adquieren los propios personajes, sino ese relato de supervivencia que cobra tintes especialmente amargos en alguno de sus pasajes y, aun así, donde Touré acierta al no dramatizar de forma excesiva, evitando todo atavío y mostrando al espectador las cosas tal como se presentan: crudas, con un deje de nostalgia mirando al pasado cuando es menester o incluso extremas cuando el oleaje cobra una violencia inusitada.
Sorprende especialmente el apartado técnico del film, con una fotografía de lo más plástica en alguna ocasión que, sin embargo, no irrumpe en la obra diluyendo su tono, pues bien podría desequilibrar un trabajo de lo más sólido en su faceta dramática, y no obstante sólo refuerza el tono de un viaje al que en ocasiones no le viene nada mal destacar en un aspecto que potencia algunas de sus secuencias más intensas sin necesidad de comprenderlas como una frivolización del asunto por una espectacularidad que nunca llegan a cobrar pese a que no sería extraño dada la situación.
Touré nos lleva de este modo a través de un viaje en el cual las emociones resultan primordiales, y es que no se le podría pedir menos cuando lo que estamos viviendo incluso más real y tangible que lo que podremos ver en un triste minuto (si llega) de unos informativos que parecen dispuestos a nutrirse de cualquier desgracia si el temporal no acompaña.
Larga vida a la nueva carne.