El ocaso del realismo socialista a finales de 1950 dio lugar a la aparición de la Nueva ola (Nova Vlnà) cinematográfica en Checoslovaquia durante la mayor parte de la década de los sesenta. Una de las principales particularidades de este grupo era su estilo: las técnicas de montaje vanguardistas, la ironía y el sarcasmo unidos con el absurdo provocaban momentos muy “kafkianos” (hay que recordar que el genial escritor era también de origen checo). Dentro de este audaz grupo renovador destacó Juraj Herz (Kežmarok, 1934). Su filmografía era recurrente en tratar historias relacionadas con lo fantástico y el cine de terror, enfocadas desde un punto de vista muy diferente al del cine occidental. Es autor de obras como Morgiana, La bella y la bestia (Panna a netbor) y El Diablo cojo. En el año 1969 rodó su obra más conocida, El incinerador de cadáveres, brillante ganadora del festival de Sitges de aquel año.
El Sr. Kopfringl (Rudolf Hrusinsky) es empleado del cementerio y está a cargo de su sección de cremaciones. Vive completamente obsesionado con su trabajo, también ejerce con frecuencia de anfitrión, explicando todo su ideario a los personajes que le acompañan. Su filosofía de vida se basa en aliviar el sufrimiento a los seres humanos mediante la cremación de los ataúdes de los hipotéticos “sufrientes”, se ve como un mediador entre lo físico y lo espiritual. Según Kopfringl, tras pasar por el fuego 75 minutos, el alma tiene vía libre para la reencarnación. Pese a ser un padre de familia, hace sus escapadas a un prostíbulo esporádicamente; su sexualidad se intuye tan extraña como su personalidad. Pero cuando se reencuentra con un antiguo compañero que luchó junto a él en la Primera Guerra Mundial, empieza a indagar sobre su hipotética sangre alemana para poder acceder al partido Nazi, y sospecha que su propia mujer, con sangre judía, quiere aprovecharse de su negocio.
El autor utiliza la metáfora de un incinerador de cadáveres de Praga para enseñarnos lo ridículas que pueden llegar a ser de las ideologías autoritarias a través de un siniestro personaje que da mucho juego merced a su look propiciado por un peinado a contrapelo a lo Anasagasti y su pasión desmesurada por El libro tibetano de la vida y la muerte (llegado un momento empieza a tener alucinaciones con su propia persona afirmando que es la próxima encarnación del Dalai Lama). El cariz budista mezclado con esa emergente ideología nazi le proporcionan un matiz irreverente al personaje, que ayuda a que todo lo acontecido tenga un marcado aire cómico, consiguiendo aligerar el dramatismo de ciertas imágenes. Nos encontramos ante una actuación completamente creíble y fascinante por parte de Rudolf Hrusinsky en auténtico recital interpretativo del actor checo, amo y señor absoluto de la pantalla.
Juraj Herz es también autor del guión junto al escritor de la novela homónima adaptada, Ladislav Fuks. El propio director estuvo recluido en su niñez en el campo de concentración de Ravensbruck, de ahí que la obra posea esa voraz crítica hacia los totalitarismos en un viaje irreverente y “kafkiano” plagado de multitud de alegorías a través de la psique de un ser perverso y retorcido que va perdiendo el norte paulatinamente. La película inicialmente se presenta como una comedia muy siniestra y va mutando hacia una divertida sátira de terror psicológico con una atmósfera macabra e hipnótica en la cual se confunden la realidad y la ilusión por la forma onírica, con ciertos aires del expresionismo alemán, con la que está rodada. En el plano formal llama la atención el sombrío aspecto gótico que posee el film, con un exceso de primeros planos, en un blanco y negro sublime. Un recurso que Herz utiliza para enfatizar su principal virtud, la citada atmósfera asfixiante que predomina durante todo el metraje. El director checo hace gala de un magnífico montaje con un talento especial para unir, de forma muy vanguardista las escenas.
Quizá se le pueda achacar que se recrea demasiado en el recurso de la voz en off con una verborrea desaforada y que el ritmo se presenta desigual: durante la primera mitad es mucho más sosegado pese a no perder nunca el dinamismo, presentándonos al peculiar personaje y su idiosincrasia; aspecto que contrasta con la vertiginosa y alocada media hora final, la que propiamente se puede incluir en el género de terror. El acertado uso de la música clásica y la ópera con unas piezas sublimes ayudan a darle un tono todavía más oscuro, si cabe; mientras que el talentoso montaje tiene un acentuado aire experimental, empezando por los originales títulos de crédito, donde juega con las caras de los protagonistas para que se puedan leer sus nombres. Cuarenta años después, la película sigue manteniéndose fresca y atrevida, como la mayoría de los filmes de la década dorada del cine en Checoslovaquia. Un autor a seguir este Juraj Herz.