Basada en la novela homónima y autobiográfica escrita por el poeta Walt Curtis —quien, además, tendría un pequeño papel en el film—, Mala noche suponía hace más de tres décadas el debut de uno de los grandes talentos del cine independiente nortamericano. Gus Van Sant, que también ha sabido trasladar su mirada a un cine de estudio con títulos como El indomable Will Hunting —que incluso recibiría dos Oscar— y la muy reivindicable Todo por un sueño, establecía en su ópera prima algunas de las claves que, con el tiempo, han ido otorgando forma a una obra que ha sido tan capaz de mutar su estilo en el tríptico formado por Gerry, Elephant y Last Days en su llamada Trilogía de la muerte, como de compaginar sus particulares inquietudes tanto en ese cine más personal (Paranoid Park) y el de ámbito comercial (Mi nombre es Harvey Milk) prácticamente al mismo tiempo.
Rodada en blanco y negro y situada a los márgenes de la sociedad estadounidense, esos donde personajes de la más variada índole, por un motivo o por otro, vagan en caminos colindantes, Mala noche nos presenta a Walt, dependiente de una tienda de comestibles, quien entablará un tenue nexo con Johnny y Pepper, dos inmigrantes mexicanos que acaban de cruzar la frontera. El vínculo forjado por Walt con ambos personajes, además de encontrar una dependencia sexual y sentimental, precisa a la perfección un universo en el que todo parece fugaz; donde los individuos que bordean cada nueva calle que recorre el protagonista no parecen estar más que de paso, aunque él salude efusivamente con la mano en cada escapada al núcleo suburbano donde reside. En ese sentido, Mala noche no parece presentar más que un instante pasajero en la vida de Walt, que tanto podría definirse por su relación con esos dos personajes, como no hacerlo: al fin y al cabo, la sensación de constante oscilación, de continuidad como si nada hubiese pasado, no hace sino especificar la naturaleza del propio relato, que también queda establecida en el montaje, una de las piezas básicas del cine de Van Sant. El carácter ágil, cuasi vaporoso en ocasiones, de las imágenes de Mala noche, refractan así en tramos donde ese caos condicionado por el ir y venir de Walt, deriva en una quietud transitoria a través de la que profundizar en el relato e instaurar una armonía aparentemente difícil de conectar en la crónica ergida por el cineasta, pero necesarios en el contraste del singular microcosmos delineado.
La fotografía presenta en ese proceso descriptivo una de las grandes virtudes de Mala noche: homogeneizar el espectro referencial que todo cineasta primerizo proyecta en su obra —y que en el caso de Van Sant nos lleva del cine de John Cassavetes o incluso Deren en alguna secuencia aislada, al cine clásico que cohabitó con el expresionismo alemán—, y dotar de una condición propia al film. La expresividad de la que hace gala esa marcada iluminación, que define en cada claroscuro una intención muy distinta a la del plano, altera una percepción que el de Kentucky desplaza en todos y cada uno de los encuadres, otorgando una importancia primordial al cuerpo y al rostro en el acercamiento cuasi naturalista propuesto.
Mala noche, que podría ser un remanso en mitad del desconcierto de la gran ciudad, funciona a modo de espejo de esa crónica que se libera del mismo modo que lo hacen sus personajes. No hay un punto de partida, ni un punto final, simplemente un éxodo de cuerpos cuyo objetivo se antoja mucho más vago que sus sentimientos; y es que si bien Van Sant describe el universo interno de Walt mediante fragmentos de off que nos acercan a su sino, todo aquello que termina complementándolo se encuentra en el reflejo de gestos que parecen tan volubles como significativos —e incluso, de forma nada casual, escapan al onirismo en esa escena donde Walt se postra a los pies de Johnny dejando tras de sí una extraña bruma—. Lejos de aunar vicios y virtudes de la obra que estaba por venir, algo muy habitual cuando uno se encuentra ante el término debut, Mala noche concretaba ya la vocación decidida y libre de un cine que sostiene la imagen como parte indispensable de un todo.
Larga vida a la nueva carne.