El puesto de CEO de una de las principales empresas de Francia tendrá un nuevo titular. Dirigir la compañía, dedicada a tareas de explotación de agua, otorga el acceso a una importantísima plaza de poder, como suele suceder en todo aquel que consiga liderar a una de las firmas que están incluidas dentro del CAC 40 (índice bursátil que recoge los 40 valores más importantes de la Bolsa de París, es decir, similar al IBEX 35 de España). Probablemente Emmanuelle Blachey nunca se habría planteado seriamente ser candidata al puesto. Bastante esfuerzo le costó acceder a una de las plazas ejecutivas de la empresa de energía para la que trabaja y, ni siquiera a través su valía profesional y capacidad de liderazgo, consigue que su voz sea plenamente escuchada entre sus compañeros masculinos. Pero una asociación feminista opina todo lo contrario: ella responde al perfil ideal para hacerse con el puesto, constituyendo la cara visible de un triunfo decisivo para aumentar la visibilidad de la mujer en la dirección empresarial. Sin embargo, Blachey no es la única que oposita al puesto, y lo que se podía prever como una gran noticia deviene en una lucha sin cuartel por el poder.
La directora francesa Tonie Marshall dirige La número uno con el objetivo de poner de relieve uno de los asuntos de mayor presencia en las reivindicaciones feministas contemporáneas: la muy escasa presencia de mujeres en los puestos de poder económico o empresarial. Una situación para la que Marshall ofrece una explicación directa y clara, basada en el machismo todavía arraigado en los círculos directivos masculinos. No obstante, a partir de este ambiente de la cúspide empresarial francesa, Marshall avanza más allá en su relato y circunscribe la idea a términos más globales, incluyendo a mujeres de menor rango profesional, parientes o conocidas de las protagonistas.
El problema fundamental de La número uno es que esa crítica se queda en aspectos demasiado superficiales. Es difícil dudar de que los tejemanejes del poder que nos transmite el film sean realistas, puesto que solo hace falta consultar los datos o darse una vuelta por ambientes similares para respirar las dudas que muchos hombres todavía ostentan acerca de las capacidades de sus compañeras femeninas. Pero la película se enroca en esta situación sin avanzar más allá de la ya comentada extrapolación a otros ámbitos fuera del poder. Esto se empieza a notar a través de la caracterización de personajes como el rival de Blachey por el control de la empresa, que inicialmente aparenta tener un perfil adecuado para un antagonista hasta que en un determinado momento se exagera su carácter, aproximándose a la caricatura. Tampoco la trama posee un gran interés por sí misma, perdiéndose a veces en detalles no del todo relevantes y adentrándose poco a poco en una aburrida espiral de nombres, cargos y hechos, lo que termina por alejar al film de su idea inicial.
Por tanto, lo que Marshall nos presenta con La número uno es un alegato feminista que, en términos cinematográficos, se recubre con la forma de un thriller empresarial de bajos vuelos mezclado con varios pasajes de la vida de la protagonista. Tan solo el primero de esos puntos, la denuncia de las dificultades que tienen las mujeres para acceder a puestos de poder, merece tener su hueco entre los 110 minutos de cinta, aunque la reivindicación al final acaba diluyéndose en el insípido cóctel que elabora la directora. Esta falta de profundidad narrativa, unida a su cierto tono maniqueísta, provoca que La número uno falle como instrumento de reflexión acerca de un tema social de carácter relevante, circunstancia que aniquila el motivo principal de la existencia del film.