Bastan pocos minutos para distinguir en este extraño documental del francés Clément Cogitore ese tono entre poético y enigmático que animaba algunos de los mejores trabajos de Werner Herzog o del primer Errol Morris (el de Gates of Heaven y Vernon, Florida), aquellos que, precisamente, daban cuenta de personas y realidades al margen del sistema. En Braguino, la familia que da título a la película decide instalarse y desarrollar su vida en un lugar remoto de la taiga rusa, completamente aislados del sistema y de la civilización… salvo por la presencia de unos vecinos por los que sienten una animadversión casi cómica (si han visto la islandesa Rams, puede que les venga a la memoria la relación de los dos hermanos protagonistas, incapaces de dirigirse la palabra pese a ser los únicos que viven en la zona a varios kilómetros a la redonda). Como retrato de un grupo que prefirió integrarse en la naturaleza y dar la espalda a la sociedad, la película es a menudo fascinante, sobre todo porque no cuestiona ni indaga demasiado en las razones que los llevaron a tomar tal decisión, sino que se limita a observar su día a día, escudándose en la contemplación sosegada del entorno y en la verdad que se lee en los rostros de sus protagonistas, cuyos primeros planos alcanzan una fuerza a ratos casi conmovedora.
Esto, sin embargo, tiene también una contrapartida: Cogitore está tan hipnotizado por las personas que retrata y por sus circunstancias, que a veces no puede evitar limitarse simplemente a filmarlos, como quien estudia la existencia de algún animal especialmente singular del que no puede apartar la mirada; pierde, con ello, la oportunidad de profundizar un poco más en la dinámica que mueve al grupo, de suspender parcialmente el afán sensorial y lírico que parece guiar al conjunto para explicar más racionalmente el porqué de todo aquello. Para entendernos, la película es a veces excesivamente vaga, un encadenado de momentos que oscilan entre la belleza más absoluta (el primer tramo es particularmente bello, con algunas tomas del río esplendorosas), el registro crudo y apasionante de la subsistencia de la familia (la escena en la que se abate a un oso pardo para luego despiezarlo es incómoda y brutal en su honestidad; o cómo un acto que aisladamente podría provocarnos repulsa se siente parte inevitable de un ciclo natural regido por la simple necesidad de sobrevivir) y la reiteración imprudente de determinadas imágenes y situaciones, algo que repercute en el ritmo finalmente trastabillante de la narración.
En cualquier caso, acierta al poner el énfasis en los más pequeños de las dos familias, aquellos que deberán afrontar la continuidad (o no) de un modo de vida no precisamente fácil que ya empieza a mostrar síntomas que hacen presagiar su desaparición. Ajenos a las rencillas territoriales que mantienen enfrentados a sus progenitores, ajenos también a la intromisión cada vez más creciente de cazadores furtivos que amenazan con romper el equilibrio natural de la región (y, con ello, la viabilidad de la existencia de los protagonistas), los niños hacen honor a su proverbial inocencia y se limitan a vivir y madurar como seres humanos según unas normas y principios propios, ajenos por completo a la tecnología y la civilización. La imagen de la niña calzando las zarpas del oso a modo de zapatillas puede servir para ratificar el modo en el que la violencia del mundo salvaje (el peligro, la muerte, la necesidad de matar para comer y vestir) se aprehende con tanta naturalidad como el respirar, cuando el contexto así lo exige. Y, de paso, nos obliga a interrogarnos sobre otras realidades posibles y, quién sabe, tal vez mejores que esta, a fin de cuentas la única que se nos ha dado a conocer.
Finalmente, y pese a sus pequeñas caídas de atención, Braguino destaca por ese poso de amargura que deja tras su visionado. Tras habernos descubierto una forma anómala de afrontar la existencia, tras habernos presentado a gente que se arriesgó a llevar a cabo un sueño que tenía cierta cualidad de utopía (como muchos de los personajes herzogianos, siempre poniendo a prueba las convenciones sociales), nos deja en última instancia con la sensación de que ese logro extraño, ese acto de valor que supone alejarse de todo y de todos para vivir según tus propias reglas, ese sueño, en fin, casi propio de un orate visionario, puede resquebrajarse tras haber hecho su aparición la sombra de la civilización. O quizás no, tal vez la nueva generación consiga (si así lo decide y desea) perpetuar esa comunión con la naturaleza a lo Thoreau sin mayores inconvenientes. Sea como fuere, Cogitore nos ha permitido al menos conocer a esta gente insólita y transparente, y hacernos partícipes de su forma de ver el mundo. Y esta es tan singular que bien merece la pena echar un ojo a este curioso, y breve, documental.