Poco después de conocer que Nos vemos allá arriba se construye a partir de un ‹flashback› donde el protagonista, Albert, narra las desventuras posteriores a su paso por las trincheras durante la Segunda Guerra Mundial, Dupontel nos sumerge con un plano secuencia que sigue a un can en ese campo de batalla, contextualizando la acción y dando pie a la presentación de los protagonistas del relato en una transición que se antoja, de ese modo, cuanto menos atrayente en la consecución de un dispositivo formal que halla en los medios del film el ámbito idóneo. El mecanismo implementado por el galo, sin embargo, se desprende a partir de ese momento de cualquier cometido que no sea adornar una crónica que posee los suficientes mimbres como para no requerirlo; las soluciones que encuentra Dupontel en el magnífico trabajo de cámara y fotografía realizados, atiende pues a motivos estéticos que no realizan un aporte específico a la historia y terminan por sobrecargar en lo visual una obra que, si bien posee aciertos en esa faceta —ese vistazo a las raíces del acompañante de Albert, Edouard, en una sugerente composición que alude directamente al cine mudo—, no sabe explotar las virtudes y recursos de que dispone.
La narración, que Dupontel instaura en el citado ‹flashback› inicial, reconstituye en un recurso tan básico la mirada al pasado que, además de conducirnos a la memoria histórica a la que apela, también lo hace a unos orígenes del propio celuloide en referentes que alimentan y, en cierto modo, refuerzan el film —la presencia de un título, aunque rodado en Estados Unidos, de fuente francesa, como El hombre que ríe se hace notar en determinados detalles—. La decisión tomada, que se refleja tanto en la edificación del personaje de Edouard Péricourt como en el devenir de algunas acciones del protagonista, otorga matices con los que Dupontel alimenta una trama a la que, en ocasiones, le cuesta tomar decisiones y avanzar con una firmeza que potenciaría algunas de las cualidades de la cinta, demasiado ensimismada en sí misma por momentos. Pero, ante todo, aquello que coarta las posibilidades de un film como el que nos ocupa, es un terreno en el cual, más allá de aspectos técnicos y ciertas convenciones —como esa banda sonora a piano que se esfuerza en copar con más frecuencia de la que debería secuencias construidas con el objetivo de crear un vínculo sí o sí con el espectador—, Dupontel no maneja como desearía; hecho que se percibe particularmente en la descripción de sus dos personajes centrales —que contrasta con la un villano, muy bien interpretado por Lafitte, quizá no complejo, pero por lo menos con unas motivaciones más coherentes y sólidas por su introducción desde un buen inicio— y en una evolución por momentos vaga, más pendiente quizá del desarrollo del relato que otra cosa.
Nos vemos allá arriba destaca más por la cruenta exposición de esa Posguerra a la que no pocos trataron de sacar partido aprovechando la repatriación de soldados caídos, y donde lo único que recibían los combatientes mutilados en combate eran sus dosis de morfina. Además, el humor que Dupontel desliza bajo la superficie de una historia a cuya vis cómica sabe apelar sin causar estridencias, complementan uno de esos mosaicos que se antojan necesarios, ya no por disponer los pocos escrúpulos con que ciudadanos de toda índole explotaban los pormenores del conflicto, sino por tejer el retrato distinto de una época cuyas connotaciones suelen ir en otra dirección. Virtudes, todas ellas, en las que el nuevo trabajo del intérprete galo encuentra elementos de interés, aunque no sepa emplear las aptitudes de una historia que quizá merecía más que el desabrido marco que termina resultando por momentos esta Nos vemos allá arriba.
Larga vida a la nueva carne.