Un denso travelling se abre paso a través de un camino inmerso en la bruma por el que circula nuestro protagonista. El largo recorrido que realiza Musa Camara cada mañana hasta llegar al bosque donde recolecta brezo es escenificado en un plano sostenido que bien podría certificar la animalización que se nos irá descubriendo a medida que avanza Sotabosc, segundo largometraje de David Gutiérrez Camps tras The Juan Bushwick Diaries. El cineasta catalán sigue a un personaje cuya procedencia y estrato social es evadido, pero deducimos en el transcurso de su rutina, que lo lleva desde la frondosidad del bosque hasta las vacías calles de un pueblo gerundense. Es así como Gutiérrez Camps introduce un monótono proceso que se extiende al bucle diario en que deriva el periplo de Musa, y donde el retorno al primitivismo se expone como elemento indispensable en el día a día del protagonista; y es que más allá de las exiguas relaciones que parece entablar, aquello que sobresale por encima de ese recorrido, es un nexo ineludible con la naturaleza y sus recursos, algo que queda plasmado en los itinerarios matutinos que le llevan en busca de arbustos, piñones o cualquier otro bien, tan prescindible en nuestra sociedad consumista como indispensable para una supervivencia que va más allá de la propia manutención —el vínculo que posee con su, deducimos, núcleo familiar mediante vía telefónica, comprende más necesidades que las suyas propias—. Es ese contraste entre la sociedad en la que vivimos, y la colectividad establecida entre Musa y aquellos de su misma etnia, cuya subsistencia pende también de elementos básicos, invisibilizados en otro marco, uno de los puntos que mayor interés posee en Sotabosc; así, lo material, confrontado mediante el medio de locomoción que emplea el protagonista y el de un lugareño que le abronca al verle en lo alto de un árbol llevándose sus piñones, o incluso en esa escena donde observa —de nuevo agazapado en un árbol— a través de la ventana una existencia totalmente distinta a la suya e inalcanzable, compone un punto observacional que define la obra.
Esa forma de observar la realidad, es la que crea el tono de un trabajo que transita entre la ficción más desnuda —la ausencia de música extradiegética, el ‹timing› otorgado a los planos y su distanciamiento desde la planificación…— y el documental de marcado sello autoral. Sotabosc no escapa de esa cotidianeidad mundana a la que se expone el universo de Musa, y reproduce en forma de largas esperas una lucha diaria que, al fin y al cabo, es el puro retrato de un estado donde el factor social no amarra las intenciones del documental por más que, en cierta manera, sí constriña el modo de vivir y sostenerse del protagonista. No es casual, pues, que el cineasta nos acerque a dos extractos bien distintos de la realidad mediante una cultura ajena, sobre la que Musa debate junto a un amigo como huyendo del peso que tendrán esos ritos en su sociedad, y otra presente, propia, en la que se sumerge como parte de un proceso de adecuación —que no integración, pues al fin y al cabo continúa alejado de las gentes del lugar: su interacción se ciñe al saludo (o ligera charla cuando pretende entrar en una propiedad a buscar piñones) con algunos habitantes del pueblo en sus trayectos, y a la relación cordial con la cajera del supermercado al que va a comprar—. La ruptura que establece Gutiérrez Camps con los códigos de la ficción, incluso reduciendo las estampas a una percepción mínima, es significante para el devenir de un film que incluso cuando propone giros cuasi testimoniales —lo sean o no—, se parapeta en la imagen para hallar soluciones visuales que hacen de cualquier paisaje algo más que el objeto para definir la naturaleza adquirida de Musa, también un estado que habla de presente y futuro con una certeza insólita.
Larga vida a la nueva carne.