La comunidad de Ydre, encorsetada entre lagos, montañas y bosques, lugar creado por gigantes que perdieron su esencia por el cristianismo o por la misma naturaleza. Este es el lugar donde habitan personas afables, una comunidad donde todos se conocen, donde la cordialidad es el día a día y la tranquilidad un bien único y preciado. Las personas que aparecen en Un cuento de gigantes suecos podrían estar viviendo en un pueblo de alguna de las montañas que me rodean: unos 3000 habitantes, a un distancia justa de alguna gran urbe, con gente que se preocupa por el vecino, alguna fábrica que asegure el trabajo, muchas vacas y un alcalde atento deseando que la demografía aumente a 3001 pronto. Sin embargo son parajes rodeados de niebla y leyenda los que les rodean.
Sí, nos encontramos con una de esas poblaciones que los jóvenes quieren abandonar para conocer mundo, y al mismo tiempo, uno de esos pocos espacios con los brazos abiertos a todo aquel que quiera llegar. Un lugar de costumbres arraigadas, y precisamente por ello, un lugar abierto a nuevas ideas. Es esa pequeña paradoja que nos hace reflexionar sobre lo que nos molesta del abarrotamiento en el que vivimos, siempre buscando nuestra individualidad al mismo tiempo que la comodidad, y también el creciente interés por arrebatar lo natural de su procedencia sin necesidad de acercarnos a ello.
Entre el relato de los gigantes, con bellas imágenes de bosques esencialmente mágicos y enormes vacas suecas de aspecto espléndido, encontramos agazapado un universo idílico, donde parece que el tiempo se ha parado, de donde surge un amable retrato de gentes que siguen su día a día a lo largo de un año. El humor se arrastra hasta una primera estampa de jóvenes en la iglesia esperando su diploma, cantando después una canción de Queen en el mismo hogar de los rectos, y desde el distendido ambiente nos vamos centrando poco a poco en algunos habitantes clave de distintas generaciones, que dan un ejemplo de vida a la contra de cualquier gran urbe.
Pero lo que de verdad llama la atención es esa oda al crecimiento que aparece oculto entre sonrisas afables. Se gratifica el nacimiento de criaturas en el pueblo, se aplaude la llegada de refugiados para diversificar la comunidad y aprovechar una ayuda mutua, se experimenta con la materia prima para compartir sus excelentes resultados con el exterior y mantienen su espíritu conciliador e hiperactivo, dándonos un ejemplo impecable de cómo el mundo afecta a la comunidad, y cómo la comunidad se adapta al mundo. Un lugar permeable que nos permite vislumbrar durante el documental ese leve quejido sobre el avasallamiento urbano a partir de los productores de leche, a la vez que transmite la ilusión de una joven que quiere descubrir lo que hay más allá de los límites o un alcalde tan a favor de conseguir que crezca el censo, aunque sea con sobornos de mantitas infantiles.
Todo ello hace de Un cuento de gigantes suecos una experiencia excesivamente buenista, aunque su único objetivo sea darnos a conocer —de nuevo, porque esto está siempre ahí, lo único que ocurre es que lo olvidamos— un modo de vida a medio camino de todo, capaz de contentar a muchos sin necesidad de destruir, que parece tan, tan, tan idílico como los imposibles cuentos sobre gigantes, pero aún así, es capaz de mantener un mensaje totalmente blanco y certero.