Debo reconocer que siento cierta reticencia a dejarme seducir por la propuesta de Petra Lataser-Czich y Peter Lataster. Si bien es cierto que las formas de la profesora Kiet Engles son tan interesantes como para merecer una película, no consigo olvidar que en el fondo estamos ante la cara amable de esta durísima tragedia que es la historia de los refugiados. Porque, mientras alabamos y celebramos los éxitos de dicha profesora, otros niños corren una suerte muy distinta. Mientras salimos del visionado de Miss Kiet’s Children con una sonrisa en el rostro, en otros rincones del mundo se escriben historias sin final feliz. Por eso me resulta difícil cantar las maravillas de una película que, en el fondo, no hace más que centrarse en un caso de fácil digestión, más excepcional que común (casi sobra decir que el número de sirios que no logran refugiarse en Europa es muy superior al de los que lo consiguen). El clásico recurso: buscar la historia excepcional para vender optimismo, sugiriendo, indirectamente, que a todo se le puede encontrar un lado positivo (pienso en casos como La lista de Schindler o las más recientes Lo imposible y Lion).
No obstante, los directores no pretenden hacer una película sobre los refugiados. El tema central, como podía preverse, es la educación. Lataser y Lataser-Czich adoptan el rol de “la mosca en la pared” para plasmar con la máxima transparencia posible el comportamiento de los niños y su interacción con Engles. Y, si bien de vez en cuando se aprecia en ellos ciertas actitudes claramente forzadas por el saberse observados (así como rápidas y despistadas miradas al objetivo), generalmente no resulta difícil olvidar la presencia de la cámara. De hecho, lo interesante de Miss Kiet’s Children es que nos ofrece la posición privilegiada del observador invisible (y en situaciones fácilmente alterables). Vemos a niños pasar del llanto a la sonrisa, de la indiferencia a la exaltación, del victimismo al gamberrismo. Además, encuentro un punto muy positivo para la película que centre su atención en el aprendizaje de los niños en calidad de compañeros antes que en que en calidad de estudiantes. No encontramos, por ejemplo, ningún punto culminado reservado al resultado de un examen o a cambios de hábitos estudiantiles. Sí encontramos, en cambio, la celebración del compañerismo y de comportamientos altruistas.
A excepción del arranque y del desenlace, seguimos a los niños en todo momento. Les acompañamos casi a ras del suelo, gracias a una cámara convenientemente situada a la altura de sus ojos. De vez en cuando, Kiet Engles hace acto de presencia para evitar malos tratos y ofrecer pequeños empujones anímicos. El hecho de no ver más que la mitad de su cuerpo sirve a los directores para transmitir el tipo de personaje “discreto y omnipresente” que los niños ven en ella. Además, Lataser y Lataser-Czich no son tímidos a la hora de seleccionar el material registrado: si bien en términos globales es fácil concluir que los niños están en buenas manos, también acompañamos a Engles en sus momentos de duda y en la aplicación de ciertas metodologías de moralidad discutible (como por ejemplo, en lo concerniente al idioma: Exigir a los niños que se comuniquen en holandés, ¿es un acto irrespetuoso o integrador?). Por todas esas cosas, prefiero quedarme con Miss Kiet’s Children como una bonita película sobre la infancia y la educación antes que como una ‹feel good movie› sobre refugiados que en realidad solo pretende limpiar conciencias occidentales.