Las paredes viven, respiran, hablan. Las paredes encierran a María y la apartan del lobo, que la acecha. Las paredes la protegen de aquello de lo que huye, siendo esta solo una de las narraciones que genera la casa, como si de una matrioska estuviera hablando, una de las finas capas que conforman La casa lobo.
Porque aquí las paredes son un lienzo. Pero no solo las paredes, los muebles son un lienzo, las sombras son el lienzo, y todo se crea y se destruye y vuelve a brotar del mismo suelo. Cada sala crece y se desvirtúa, la pintura se mueve y los muñecos de papel se desintegran hasta mostrarnos sus entrañas de espuma y los finos hilos que los mantienen en pie. Más que un cuento escrito a lápiz y borrado hasta romper el pergamino. Más que cubos y cubos de color, unos sobre otros, para desarmar cualquier huella.
Aquí todo es importante. Recordar el cuento infantil, olvidar las formas realistas, conformarse con lo efímero. Todo es un tótem compacto, creado de materiales frágiles, que no se sostienen por sí solos. Todo es la mano del artista, aunque no seamos capaces de verla.
Lucía y Luis son dos cortometrajes que se retroalimentan a través de sus historias y los muros de una casa. Uno destruye, otro construye. Hablan de amor, de oscuridad y del hombre que se comporta como un lobo, la fiera que está ahí afuera acechante. Hace diez años trabajaban juntos Joaquín Cociña y Cristóbal León junto a Niles Atallah. Ahora Cociña y León han creado desde esa misma base una nueva historia, su primer largometraje donde también colabora en otra medida Atallah, que mantiene los tintes de fábula, el lobo siempre quiere enseñarnos algo, ese lobo que destaca de la jauría a la que pertenece el hombre —lobo malo, hombre peor—, y también los muros que hablan, para recrearse en los conceptos del ‹stop motion› y la animación, para aterrarnos con una película que es puro arte. Eso es La casa lobo: terror fabricado con las manos.
La película parte de la imagen real, de grabaciones idílicas enfatizando un entorno cerrado, perfeccionista, proponiendo que los directores nos mostrarán una historia que justifica lo bueno de ese lugar dudoso, un cuento que comienza con María, escapando, entrando en una casa del bosque en busca de refugio. Allí inicia y culmina una insólita magia, vemos pasar el tiempo a través de las paredes, vemos como la pintura expande una historia que se narra con una joven voz a la que, en alguna ocasión, replica el exterior con fuerza. Son María y el lobo, y su compleja relación de miedo y esperanza, conciliará un discurso a través de los objetos.
El diálogo se entabla con el movimiento, todo se mueve con premura y a la vez entendemos conceptualmente el tiempo real de ese movimiento. Los dibujos se mueven por cualquier superficie (dos dimensiones), y de ellas emanan brazos, piernas, vida (tres dimensiones). La historia se mantiene ligada a esos personajes que surgen de la nada, a los que descubrimos desde cada pedazo que los va construyendo, viendo cómo se remiendan sus cuerpos desde cada grieta, cómo cambian las tonalidades que los cubren hasta que vuelven a desaparecer en un rincón. Así es como le ofrece elasticidad a unos firmes cimientos que el lobo, como todos sabemos, puede traspasar a partir de sus potentes soplidos.
Pero las palabras no son el único discurso. Detalles de infancia, sacramento y naturaleza —ya sean en juguetes, cuadros religiosos o simples flores— plagan el escenario, todo símbolos que enfatizan las formas y dan una oscura elegancia a un film de formas primitivas y creatividad explosiva. Objetos e imaginería se mezclan sin ambages y refuerzan esa sensación de extrañeza creando y destruyendo a cada momento los personajes, cambiando sus formas y apariencias, sobredimensionando y empequeñeciendo los cuerpos, ya no solo aprovechando cada habitáculo, también cada elemento que lo compone.
Si bien Jan Svankmajer ha sido siempre un rey en el mundo del ‹stop motion›, su inspirada plasticidad a través de arcillas y su facilidad para la reconversión de piezas es solo una de las aparentes sugestiones de los realizadores para crear La casa lobo, una película que va más allá del concepto de puzzle y se transforma en una obra de arte basada en lo perecedero, que transforma un cuento clásico en un oscuro objeto de deseo lleno de colores, materia y tinieblas.