Mirar por la ventana y esperar es uno de los juegos más peligrosos para la mente. A esa ventana no siempre llegan los vientos deseados, ni reflejan a las personas anheladas, y no queda más que enfrentarse al propio reflejo, demacrado por una espera sin fecha de caducidad.
Ayhan Salar y Erkan Tahhusoglu han sabido desde su debut retratar esa agonizante espera con gran pulso y determinación. Muy pocos elementos fueron necesarios para ambientar Verge, una oda a la impaciencia del paciente, al embrutecimiento de almas puras, a la nada más expresiva.
En Verge el espacio es quizá el personaje más principal de aquello que se trata de narrar. Una joven esposa despide a su marido, que debe viajar con su camión durante un tiempo indeterminado. El hombre es distante miertras ella se deshace en halagos y se desvive en agasajarle antes de su marcha. Una breve escena que abre las puertas de este hogar para mostrar unos roles particulares, una forma de vida en donde debemos distinguir un hogar.
Un edificio alejado de la urbe, separado del resto por una inmensa carretera, uno de esos lugares que conocemos como zona de paso y que para la protagonista es ese lugar donde debe pasar el resto de su sencilla vida. Tras la marcha del esposo, acompañamos a la joven en su día a día, en sus comunes tareas, en sus humildes distracciones y la cada vez más apesadumbrada y extraña espera.
La película crece alrededor de la protagonista y su interacción con esa pequeña cárcel de espesas cortinas, no como una fosa de la que le prohíben salir, más bien de un espacio del que no debe despegarse. Aún así los pesados silencios del film no parecen bastar, por lo que se añaden elementos de duda o incertidumbre en los exteriores que visita, buscando una tensión no contributiva para dar nuevos pretextos que despierten el ansia ante la ausencia, una motivación para dar forma a la situación, un porqué para el conflicto.
Pero Salar y Tahhusoglu desean abarcar algo más que un abstracto sentimiento de espera, su historia debe ir más allá. En un momento de la narración, ante el desgaste de la joven, es la misma ventana del principio la que nos traslada a otro tiempo, en un mismo hogar, con una situación similar. El concepto se convierte entonces en una constante social y familiar, en un grito sordo femenino.
Lo que Verge propone es un relato atemporal del significado de la familia y el papel de la mujer turca, que parece encadenado a la costumbre, a esa posición relegada que debe cuidar de todo y todos desde el hogar, que calla y sufre en sus silencios, pero que saber ser valiente y conciliadora. Una sombra para la sociedad en su conjunto pero un pilar imprescindible para la misma. Y nos lo muestran en una historia invertida, primero con el creciente drama de la nieta, luego con el tesón de la abuela, comprobando que la impaciencia del tiempo no existe. Como un ejercicio contemplativo, nuestra postura resulta más desesperada al ver cómo ellas figuran y con su levedad conquistan la imagen. Es tal vez el artificio casi imperceptible de todo lo que sucede a su alrededor lo que nos incomoda, ya que una película tan íntima no necesita de añadidos paralelos para completar su verdadera esencia.
El hogar, ese cálido lugar donde crecen y marchitan estas mujeres, es la transición perfecta para borrar la idealización del tiempo y subrayar, una vez más, la importancia de la persona más insignificante como única.