En 2012, Benjamin Renner, Vincent Patar y Stéphane Aubier adaptaban los cuentos ilustrados de Gabrielle Vincent Ernest et Célestine, concibiendo así una de las películas de animación más bellas de la historia del medio. La suavidad de los colores en las acuarelas de Vincent y su trazo caprichoso servían como base para que —mediante un guion escrito por el novelista francés Daniel Pennac— Renner, Patar y Aubier narrasen la improbable amistad entre una rata y un oso, condenados a la marginalidad por sus respectivas especies. Una fábula sociopolítica que encontró su equilibrio entre la comedia física y el drama dickensiano, ambientada en una Francia habitada por osos y —aunque desde las alcantarillas— todo tipo de ratas. Idas y venidas entre una ciudad subterránea, túneles interminables y sótanos llenos de recuerdos, en una película que más allá de hacer visible las diferencias que los han separado históricamente, apela a aquello que los acerca. Sin embargo, a pesar de la madurez —no la consideraría en ningún caso una película infantil— y, a la vez, ternura de su guion, el mayor logro de Ernest & Célestine es preguntarse, a través de su propia puesta en escena, cuál es su significado en el cine de animación tradicional —aunque probablemente sea extensible a sus homólogos 3D y derviados—: las líneas se borran, el encuadre se desdibuja, las formas de deshacen, los colores brotan al son de la música que Ernest toca y la película, por unos minutos, se desdobla, el tiempo no avanza y la imagen en pantalla cobra vida, fluye, respira y escapa de las coordenadas narrativas y figurativas.
Una fuga que, como el viaje psicodélico de Kubrick en 2001: Una odisea del espacio, supone toda una declaración de intenciones de un director, Benjamin Renner, que se propone explorar las capacidades expresivas de su cine. En El malvado zorro feroz —Le Grand méchant Renard et autres contes… en su lengua original— adapta, junto a Patrick Imbert, sus propios cómics centrados en las desventuras de un grupo de animales de granja. Su estructura episódica es introducida por el propio zorro, Renard, quien le da nombre al filme, enmarcando así tres historias que, esta vez sí, van claramente dirigidas a los más pequeños. Aunque las diferentes tramas sean menos ambiciosas en su potencial crítico —la magia de la Navidad, la importancia de la amistad o el mito de la cigüeña—, que su ópera prima, eso no reduce ni un ápice la ambición formal de Renner. Por ello, no sería justo compararla con su predecesora Ernest & Célestine, pues su autor sabe perfectamente dónde está el límite de las posibilidades de El malvado zorro feroz. Si su primera película era reflexión sobre su propio discurso, ideológico y formal, su nuevo filme es espectáculo. Sus diseños lineales, claros, rígidos, sus personajes caricaturescos, de ojos saltones y narices torcidas, y sus gags, que se convierten en el centro de cada secuencia, buscan explotar la fisicidad imposible de sus dibujos.
Tal es la voluntad espectacular del filme, que es el propio zorro Renard el encargado de subir y bajar el telón, en un prólogo y un epílogo que apela directamente al espectador, mostrando las bambalinas de la representación. Incluso durante los créditos, mientras el vedel del teatro se marca unos pasos de baile en lugar de fregar el escenario, entre la multitud de nombres de los responsables de la película, puede leerse una receta de auténticas crèpes bretonas.