En Güeros de Alonso Ruizpalacios asistimos a toda una secuencia en la que los alumnos de la Universidad de México están en huelga indefinida. El lema que cubre las paredes de la facultad tomada reza: «Ser joven y no ser revolucionario es una contradicción». Esto es algo con lo que Philippe Garrel probablemente esté de acuerdo, ya que su retrato de la juventud en el convulso París de la época no está tan interesado en teorizar sobre lo que piensan, sienten y pregonan sus personajes, como en mostrar el itinerario emocional inevitable de la situación con una ternura que no puede ser más que una respuesta a la nostalgia con la que el director recuerda este momento de su vida.
Las calles del París de Les amants reguliers son un campo de batalla cubierto de barricadas hechas con coches tumbados y chatarra humeante, por entre las que transitan figuras nerviosas, entregadas a las sombras y al ruido. Por una parte es obvio que Garrel decide rodar en blanco y negro y en ese formato de pantalla como referencia directa al cine que tuvo lugar en esa época que se está representando, y aunque el cine de Godard y Truffaut sean lo que venga primero a la cabeza al pensar en la ‹nouvelle vague›, la gran homenajeada en esta ocasión es sin duda La maman et la putain de Jean Eustache, cinta con la que comparte bastantes similitudes.
Pero por otra parte el aspecto visual y formal de Les amants reguliers refuerza su sensación de ensoñación y de recuerdo borroso. Las habitaciones claustrofóbicas, de atmósfera viciada, son un símbolo inconfundible de esa idea de juventud en ebullición, reunida en espacios pequeños donde se comparten ideas, amantes y pasiones.
El protagonista, François (interpretado por Louis Garrel, hijo del director), es descrito a la perfección en los minutos iniciales del metraje: primero consigue zafarse de asistir al servicio militar con rotunda facilidad, burlándose del gendarme que va a visitarle. Más tarde, le cuenta a su amigo cómo ha estado a punto de lanzar un cóctel molotov a la policía, pero justo antes de hacerlo se da cuenta de que «esos policías son también seres humanos». Esa especie de disonancia cognitiva caracteriza a los personajes, que se lanzan a las calles como respuesta visceral, estallido emocional.
Una vez que se hace evidente el desencanto de esa revuelta, los jóvenes buscan refugio en la música, en el opio, en las ideas romantizadas de lo que fuese que estuviesen intentando alcanzar. Y en el caso de François y Lilie, lo buscan en el amor.
Su amor es, en definitiva, una prolongación de ese Mayo del 68, que anhela recuperar algo de aquello que sintieron en ese momento, y aunque eso signifique que su relación correrá la misma suerte que el propio Movimiento, ser joven y no lanzarse de cabeza a esa derrota inminente sería una contradicción.