Gente british. Gente scottish. La gente de McGuigan. Han pasado muchos años desde el debut de Paul McGuigan, pero irremediablemente ha vuelto a retratar aquello que conoce a través de las palabras de otro. Si en Las estrellas de cine no mueren en Liverpool, el glamour y la evasión de sus mentiras plagan con cierta elegancia y madurez el film que le ha devuelto a la gran pantalla, fue un estilo radicalmente opuesto (o simplemente radical) el que le dio a conocer. The Acid House es una complicada elección para reconocer a McGuigan, pues es el espíritu de Irvine Welsh el que toma el poder desde un primer momento, pero sin duda la película es un hit de su generación.
The Acid House es un film con un pesado background. En pleno éxtasis tras el estreno de Trainspotting, experiencia que todos hemos vivido en algún momento de nuestras vidas, Welsh se convirtió en una especie de semidios de la escritura, un genio en el uso del lenguaje de calle, y sabiendo el mundo que sus personajes no podían desperdiciarse, dos años después se adaptó al cine su novela de relatos Acid House. En esta ocasión sería Welsh el que directamente nos hablaría, ocupándose él mismo de adaptar el texto al formato guion, lo que implica no permitir morir ese diálogo tan propio y basto durante este nuevo trabajo.
Desde el perdedor más evidente al Dios más ingrato, pasando por un filtro de decadencia, fútbol y drogas de diseño que tan bien ambienta un estado social, el de los 90, las tres historias que componen The Acid House reconstruyen todo lo exhibido en Trainspotting con sello propio.
The Granton Star Cause, A Soft Touch y The Acid House siguen historias totalmente arbitrarias y a la vez dependientes, aprovechando, tal como ocurre en los escritos, personajes y actores de su predecesora espiritual para darles voz propia. Mención especial merece el protagonismo de las dos últimas historias por parte de dos de los actores de Trainspotting, Kevin McKidd y Ewen Bremner, quien acepta como nuevo personaje un Coco que se marca el apartado más espectacular, sin duda.
Con un acento más que imposible de comprender, la película se mezcla con una juventud derrotada, brabucona y excesiva, donde el compromiso es con el ahora. La estética se mezcla con la actitud en una ambientación derruida, donde la cámara se coloca siempre que puede con superioridad y excesiva cercanía, bien sea para mostrarnos escenas de excelsa intimidad, bien para retratar ojos dilatados y muecas epilépticas de drogados perdidos.
Los puntos de vista varían según el relato, pasando de la moscavisión —ese genial castigo del primer personaje— al reajuste infantil —con el muñeco/bebé que más aprensión me ha dado en una película de lejos, y no por lo soliloquios que recita precisamente—, con la ayuda inestimable de la música, como un apunte continuo a lo que ocurre en cada situación. Mucho brit pop para apuntar con algo de tacto el desastre que representan los allí presentes.
La clave es esa, disminutir el retrato de una juventud donde ellos son haraganes y ellas orificios donde derramar, con esos noventa de barrio tan explícitos, plagados de vicios e irresponsabilidades, elevando a Paul McGuigan al punto de genio por saber recoger el guante de una forma tan inteligente y anárquica. Porque sí, la letra estaba ahí, pero él supo encontrar el cómo en un macarra debut.