A Ciambra nos traslada ya desde sus primeros compases a un contexto indómito. Pio, un muchacho de 14 años que emergerá como protagonista del relato, fuma mientras se mueve entre escombros e intenta que una vieja moto vuelva a funcionar. A través de esa descripción tan directa, Jonas Carpignano —que debutara en 2015 con Mediterranea— busca forjar un espacio al que se adscribirá su film desde ese momento hasta la conclusión. Un espacio que se construye más como forma de definir un modo de vida, una tiranía instaurada a partir del caos latente que sólo parece coartar —en cierta manera— la jerarquía establecida en esa comunidad. No indaga así el italiano en un ambiente rodeado por la miseria que más bien se fragua como barrera natural, como medio para huir de una realidad que no les atañe.
Aunque sujeto a las directrices imperceptibles que derivan de A Ciambra —que es el nombre que recibe la comunidad a la que pertenece—, Pio instaura una mirada propia que le lleva tanto a buscar una independencia en la que desarrollar esa madurez precoz a la que parece entregarse el personaje, como a compartir entorno con Ayiva, un inmigrante y refugiado africano. La desaparición de la única figura en la que parece reflejarse, la de su hermano Cosimo, derivará de este modo en un compromiso impostado y no pactado; el vacío dejado por los líderes de la comunidad tras ser detenidos, intentará ocuparlo Pio responsabilizándose del sostenimiento de una familia que empezará a acumular problemas tras la pérdida de sus miembros más valiosos. Pero Carpignano no consolida esas dificultades como un mecanismo dramático, sino más bien las emplea como caja de resonancia mediante la cual Pio asuma un pacto no tácito en el cuidado del clan, encontrando a partir del aprendizaje y las bases legadas por su hermano una forma de intentar mantener la comunidad a flote.
Es en esa relación implantada por el cineasta, donde la familia se comprende como parte indivisible de un todo, y a través de la que se entiende el comportamiento de un personaje en aras de alcanzar la madurez que le permita tomar parte y ejercer como ente responsable. Pero, ante todo, la etapa que vive Pio se establece como catalizador de unos temores que poca relación poseen con un rol autoimpuesto. Los espacios se erigen en ese sentido como pantalla de una situación con la que Pio ve imposible dirimir al resultar miedos inherentes de un período incontrolable, cuyas dudas terminan quedando atrás en la asunción del inevitable desarrollo.
Más allá de todos esos elementos que van moldeando el universo del protagonista, A Ciambra sabe trasladar el portentoso naturalismo del que hace gala en su faceta más descriptiva a un ambiente criminalístico forzosamente conectado con el terreno del thriller, que si bien no emerge como tal, se deduce tanto en la forma en como emplea Carpignano la imagen como la manera de integrar una banda sonora que cierra filas en torno al dominio ductil e inapelable del cine de género. Es por cómo se conforma ese acercamiento genérico, que A Ciambra adquiere una distancia prudencial, y la refleja a partir de lo visual y, en especial, del sonido; hecho que se podría constatar en secuencias como esa en la que Pio llega tarde a casa después de cometer una fechoría y se encuentra con su madre, Iolanda, estableciéndose en ella un silencio implícito que delimita precisamente en qué terreno nos encontramos. Y es que, si por algo destaca la labor del italiano en A Ciambra, es por el hecho de saber reflejar en cada uno de sus pasajes la constitución de un espacio que nos lleva del marco dramático a, incluso, una suerte de realismo mágico que sirve como fragua de la evolución de Pio; una evolución que, a efectos prácticos, traslada el poder de sugestión de un lenguaje milimétrico a un último (y arrebatador) plano en el que tanto el film como el personaje encuentran un acto de liberación definitiva.
Larga vida a la nueva carne.