Dos figuras y creadores de culto se encuentran en Mandy. Por un lado su director, Panos Cosmatos, responsable de la hiperesteticista y referencial Beyond the Black Rainbow (2010). Por otro Nicolas Cage, un actor para el que el exceso es un sello autoral que provoca reacciones muy polarizadas. Año 1983. Su personaje en la película está profundamente enamorado de la mujer que le da título. Ambos llevan una vida sencilla pero completa y feliz en una cabaña al lado de un lago. El encuentro con unos miembros de una especie de secta ‹hippie› cristiana y sus sobrenaturales esbirros moteros tiene trágicas consecuencias y Red (Cage) comienza una extrema carrera para vengar el terrorífico desenlace del mismo. Como en su ópera prima, Cosmatos muestra desde el primer momento sus principales obsesiones respecto a una ambientación de época e historia que resuena a todos los niveles de la cinta. La música electrónica vuelve a ser fundamental para establecer la atmósfera. También el uso exagerado de saturación de colores y efectos fotográficos para elevar la relación de los protagonistas y su mundo propio que se fractura después, transformándose en una noche perpetua e intensamente oscura. Y aunque Cosmatos trabaja con habilidad la textura de las imágenes y maneja el tono a su antojo, su desarrollo está abocado indiscutiblemente a un desenfreno que contrasta con el minimalismo narrativo y la hipertrofia formal tan calculada de su debut.
Vuelve también aquí a utilizar multitud de referencias e influencias pero, como ya haría en Beyond the Black Rainbow, no en forma de simples homenajes sino de la integración de sus reconocibles códigos narrativos. A partir de elementos del cine ‹exploitation› de los años 70 y 80 surge su estructura con una estética e imaginería del ‹heavy metal› que va acaparando cada vez más las imágenes según avanza el metraje. Aparecen además en el relato las ideas básicas de la jugabilidad de un juego de rol con su mejora de equipamiento gradual, armadura, las pócimas, armas, magos, los esbirros descerebrados, los jefes finales y hasta mazmorras. Y en todo esto Nicolas Cage —el actor y fenómeno de la interpretación— cumple un papel fundamental en llevarlo todo a buen término con su particular e histriónica idiosincrasia. Su sobredramatización en los enfrentamientos con unos enemigos y fuerzas brutales y despiadadas en estado de ‹shock› está justificada y exigida claramente por gran parte de las escenas del film. Algo que aporta una capa adicional de humor macabro y además resulta coherente con la orgía sangrienta y brutal a la que nos arrastra en su delirio durante su enfrentamiento alegórico a la muerte, el sufrimiento del duelo y el vacío de la pérdida.
En esa tenebrosidad que envuelve al personaje protagonista —tanto psicológicamente como exteriorizada en su entorno— destaca la luz en forma de las proyecciones de sombras y llamativos colores que aparecen, como si de terror neo-expresionista del siglo XXI se tratara. Otro punto de divergencia con cualquier atisbo de contención y recreación realista del universo que construye ante los ojos del espectador, que se va transformando progresivamente en una dimensión de origen desconocido en el que cualquier cosa es posible. En el camino de esta sublimación sangrienta en contacto directo con el mal, la corrupción del alma del personaje central es absoluta. Inmerso en una incuestionable locura, su ensañamiento, sus formas y reacciones no se parecen para nada a lo que vimos presentarse como prácticamente un ‹alter ego› en el comienzo. Ni siquiera se asemeja ya a algo remotamente humano. Una duda podría entonces plantearse: ¿está el personaje de Nicolas Cage en Mandy interpretando una versión “Nicolas Cage” distinta de sí mismo en esta especie de pesadilla trágica romántica situada en la América rural?
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.