Hong Sang-soo se sitúa con Grass en algo así como el justo medio de la vida, el drama y la comedia. Una zona que pertenece a los que saben hacer bien las cosas hasta el punto de dejarle a uno con ese regusto que supone el no tener muy claro si lo que se le está presentando es simple o complejo, elevado o demasiado terreno. El director surcoreano se eleva por encima de toda esta terminología de ideas embrionarias y paridas a medias precisamente para ir al grano, para colarse en los entresijos de la vida humana con su gracia y con su llanto, atendiendo a la celebración y a la tragedia. Este autor, que expulsa a las salas tantas películas como eyaculaciones al aire un universitario de “entre exámenes”, consigue diseñar con Grass una obra muy cuidada que, en su derivarse de un ejercicio esencialmente virtuoso, sintetiza sin que nada chirríe el caos de la relación humana con el ritmo medido y la estructura geométrica del objeto preciso. Un corsé formal para un fondo convulso y turgente que disipa el pulso y ensalza la armonía.
Pero poniéndonos tontos, y trayendo al presente ese gusto del niño por reventar los relojes para dejar de ver totalidades y saciar así el ansia de dirigirse hacia aquellas partes que le dejan más cerca y del lado de las causas, es decir, que sacando a relucir el gusto del diseccionar por la curiosidad y el juego, podemos aislar por la fuerza bruta del verbo y la razón dos niveles —el que afecta a las tensiones humanas y el que se corresponde con la estructura, las localizaciones y el uso de la cámara— que a su vez suman diferentes capas y elementos. Es así como en un primer lugar nos encontramos con las idas y venidas emocionales de una serie de personajes, unas idas y venidas que obedecen a una dinámica basada en el puro cambio repentino e imprevisible y que se apoyan en tres pilares que no son otra cosa que tres tipos de relaciones diferentes. El primero de estos pilares-relación es el que une a una protagonista que observa su entorno —una cafetería y la vida que la habita— con aquellas personas que se encuentran a su alrededor y que por lo tanto son observadas. Esta relación está caracterizada principalmente por unas variaciones que van del ocultamiento al exceso de muestra —tanto en el plano gestual como en el verbal, en un ir de los ojos de puta loca de Kim Minhee a la cara relajada síntoma de la más absoluta indiferencia, o de la contención verbal ante los que le preguntan que qué es lo que hace ahí a la verborrea diarreica con la que pone en jaque un pre-matrimonio— de la protagonista, definiendo así un personaje que produce, en ese carácter imprevisible que se manifiesta en el no saber muy bien por donde va a ir en cada momento, el pavor y el calambre que paraliza del gato que tienes delante y que ni salta ni no salta, pero que está a punto de todo. Un segundo punto de apoyo se corresponde con el vínculo establecido entre el resto de personajes que transitan por el local, desarrollando entre ellos una correspondencia que salta viciosamente entre la comedia y sentimiento trágico a través de unos diálogos dilatados que deben a su exageración su condición de gesto irónico. El tercer soporte sobre el que se erige el devenir general de todas las relaciones en su conjunto toma presencia en el uso continuo que hacen del alcohol y del tabaco casi todos los personajes, es decir, que son la liberación emocional que se deriva del ponerse ciegos, así como la huida física que acompaña al «me salgo a fumar», los elementos que sirven de punto de fuga para permitir que unas ideas sean substituidas por otras y que en unas sillas ahora vacías se puedan sentar otros. Para evitar la locura y el encasillamiento, y que todo siga rodando, a fin de cuentas.
En cuanto al otro nivel, aquel que refiere a la estructura, localizaciones, el uso de la cámara y demás, podemos atender a tres capas diferentes que constituyen una especie de triángulo cuyas aristas parecen ser precisamente aquello que, y es algo a lo que se hacía alusión más arriba, contiene de alguna manera el complejo de emociones al que se atendía en el párrafo previo. Los vértices, por rizar el rizo, podrían ser identificados con los tres puntos de vista que dan origen a todo esto, a saber, el de la protagonista que contempla desde una mesa aislada; el del espectador, que a modo de voyeur observa todo el cotarro, pero no nos engañemos, viendo y escuchando aquello que se nos permite ver y oír, dejando por lo tanto de ser unos sentidos movidos por la perversión para convertirse más bien en unos ojos dirigidos directamente por la mente perversa de otra persona-, y el de los propios personajes que expresan de manera directa sus problemas, historias y emociones. Pero vamos a centrarnos en aquello que contiene, es decir, en las aristas del triángulo. Y es que Hong Sangsoo establece una primera barrera que retiene la intensidad de los movimientos y de las palabras registradas cuando, nada más comenzar la película —y será esta una posición a la que volverá en muchas ocasiones, volviéndose prácticamente el eje vertebrador del relato—, quedamos ante el plano conjunto de dos personas sentadas en una mesa una enfrente de la otra. Esta posición de la cámara, que podría decirse que se corresponde por la distancia y la altura con la mirada subjetiva de un hipotético camarero, convierte al espectador en un observador que, pese a la violencia de lo observado, no solo se mantiene inmóvil, sino que decide, y aquí entra en juego otra estructura de tres lados —otro triángulo más en esta muñeca rusa compuesta de triángulos—, acercarse al rostro de uno de los dialogantes usando el zoom para pasar con tranquilidad a su interlocutor por medio de una panorámica. Es este movimiento geométrico regular y rítmico el que, unido a una música clásica que refuerza esta artificiosidad hasta convertir al espectador en un sujeto que, más que fundirse con el objeto-film, se sabe sujeto que ve una película durante todo el metraje, termina por hacer de contrapunto armónico a la inminente locura de los que allí se gritan. Una segunda barrera se correspondería con las cuatro paredes que componen el restaurante —otro local diferente a la cafetería donde discurre todo de lo que se viene hablando— al que la protagonista va con el que parece ser su hermano y la novia de este. Si bien aquí también patinan las emociones, es cierto que, comparada con las diferentes situaciones dramáticas que componen el relato unidas por el hilo conductor de aquella que mira, esta escena está cubierta por una dosis de humor e ironía mucho mayor que las ráfagas que en aquellas otras se pueden apreciar, lo que nos hace asistir a ella como una especie de escape de la cámara que necesita dejar fuera de cuadro aquel nido de desencuentros. Es en tercer lugar en el que nos encontramos con aquella arista, que refrena el posible derramamiento de la exaltación visceral desmesurada, que consiste en algo así como en una parábasis según la cual Kim Min-hee da la espalda a la intimidad violada representada para dirigirse de manera directa al público motivando, por un lado, la reflexión del espectador por medio de esa voz en off que comenta y juzga; dejando, por el otro, que sean los que se sientan en las mesas los que arreglen sus cosas al salir ella al exterior del local en estos parones que se dan entre cada discusión. Con ello, no solo se aliviarán los personajes de la violencia de la mirada externa que espía y registra —ella siempre está escribiendo en su ordenador—, sino que será el espectador el que también podrá así respirar un poco.
En definitiva, es esta mezcla de regularidad y de intensidades fuera de control, de ocultamientos y evidencias, de excesos y contenciones, o de risa y llanto la que, llevada con el pulso, el talento, la gracia y el tino de Hong Sang-soo, termina por hacer de esta película una pequeña obra de pura orfebrería mimada en todas y cada una de las partes que la componen.