Con el fallecimiento de Antonio Mercero, sucedido el pasado 12 de mayo tras llevar varios años padeciendo una de las enfermedades más crueles que pueden afectar al ser humano como es el Alzheimer, el cine español ha quedado huérfano de una de sus figuras más peculiares. Antes de que el cine se convirtiera en una pasión ya había disfrutado de algunos de los productos que el vasco había creado para televisión. Me refiero a Verano Azul (serie que creo que la 1 de TVE reponía todos los veranos de mi adolescencia), Crónicas de un pueblo (en este caso en la 2 del mismo canal) y fundamentalmente Farmacia de guardia, sitcom producida en los orígenes de Antena 3 allá por el año 1991 que se convirtió casi por arte de magia en el serial de mayor éxito de audiencia en esos primeros años de liberalización catódica gracias al buen hacer de su reparto (con un magistral Carlos Larrañaga en el papel del pícaro y vago marido de la propietaria de la farmacia de barrio que daba título a la serie interpretada por Concha Cuetos) y sobre todo por saber explotar esa frescura y sentido del humor popular necesario para vanagloriar este tipo de producciones.
No sabía que antes de dedicar buena parte de su trayectoria al mundo de la televisión, con gran éxito por cierto pues a los ya comentados habría que añadir otro triunfo popular que obtuvo en los ochenta merced de Turno de oficio, Mercero había sido uno de los cineastas clave de la generación que empezó a despuntar en los años previos a la transición política. En este sentido de su factura salieron dos películas imperdibles de mi adolescencia lideradas por el niño prodigio Lolo García —Tobi y especialmente La guerra de Papá, cinta que recuerdo haber visto en el instituto y de la que tuve que hacer un trabajo en la asignatura de Historia ya que su argumento combinaba con mucha gracia la comedia de situación y enredo con un relato melodramático que hincaba el diente en el carácter autoritario y miserable de ese papá oficial del ejército en la Guerra Civil española que trataba a su familia con el mismo odio y crueldad que a los derrotados de la contienda— y un mediometraje muy trascendente pues con La cabina, impresionante documento protagonizado por un José Luis López Vázquez sublime, TVE dio un salto de calidad en su manufactura regalando al gran público —tanto en España como a nivel internacional, pues este fue uno de los mayores logros de TVE alzándose con multitud de premios en certámenes en el extranjero— un filme aterrador, kafkiano, paradigmático y metafórico que radiografiaba ese ambiente carente de libertad y condescendiente con el terror y la tortura ejecutada contra el prójimo que singularizaba a la España franquista y porque no decirlo que asimismo se mimetizaba de manera visionaria con el talante de la condición humana incluso en democracia.
Tratando de emular los resultados cosechados con su obra maestra, el autor de Espérame en el cielo volvió a emparejarse con López Vázquez en un proyecto tan dispar como ambicioso. Puesto que revisando las muchas aristas que posee Manchas de sangre en un coche nuevo se observa la ambición de Mercero de cocinar una especie de combinado sazonado con una mezcla algo aparatosa de su La cabina con ciertos parajes de la obra maestra de Juan Antonio Bardem, Muerte de un ciclista. Ello se percibe en la reunión de los protagonistas femeninos (Lucía Bosé) y masculinos (López Vázquez) de ambos filmes como pareja estrella de la nueva manufactura. Asimismo en su retrato de la España negra de aquella época. Una España oscura, tenebrosa, trepa, asfixiante, claustrofóbica, desprovista de libertad y sí, provista de muchas rejas aniquiladoras de la misma y fundamentalmente opresiva. Igualmente Mercero tejió una epopeya en la que se manifiesta su inquietud por hacer pivotar los resortes de su narración en los alrededores de los problemas de conciencia y sus pérfidas derivaciones. Una amenaza latente que persigue a quien no toma la iniciativa y se mantiene pasivo e indolente ante los contratiempos e injusticias. Sin duda por tanto un reflejo de esa burguesía que escaló durante la dictadura gracias a mantenerse al margen y hacer oídos sordos ante los abusos y privilegios ligados a los seguidores de los dictámenes emitidos desde las esferas de poder.
Este panorama, ideal para ser amoldado en las raíces que vertebra un cuento de terror gótico liderado por esos fantasmas invisibles, fue empleado por Mercero para escribir un guion que compaginaba con mucho tino el estilo de un thriller psicológico con los esquemas que terminan derivando hacia el territorio de un complejo drama social. Así, la película nos contará la historia de un ambicioso y acomodado restaurador llamado Ricardo (José Luis López Vázquez), un tipo sórdido, severo, insoportable e intolerante que lleva con mano de hierro el destino de su empresa, maltratando a sus empleados y colaboradores con el fin de enriquecerse cueste lo que cueste, y por tanto un hombre que no muestra ningún tipo de escrúpulos con tal de ascender en el escalafón. Ello se siente en la presentación del personaje que hace Mercero, paseando y amonestando a sus trabajadores mientras trabajan e instándoles a falsificar el fruto de su labor con tal de conseguir colocar la mercancía. Sin embargo, el rostro impenetrable que ostenta el gerente cambiará de repente al observar el regalo que le ha hecho su esposa, un moderno Volvo último modelo equipado con las últimas novedades.
La prepotencia y soberbia que caracteriza a Ricardo será repentinamente truncada cuando el empresario descubra un coche volcado en la cuneta víctima de un accidente de tráfico. Si bien Ricardo en un principio pasará de largo delante del incidente, su conciencia le hará retroceder para examinar las consecuencias del siniestro contemplando por un lado la mano ensangrentada de un hombre que yace moribundo y por otro la voz agonizante de un niño suplicando por ayuda. Sin embargo, la plegaria no surtirá ningún tipo de efecto en Ricardo quien decidirá no auxiliar a los heridos abandonando el lugar dejando a su suerte sin prestar ningún tipo de ayuda o socorro a las víctimas del accidente, pues la sangre que escupían los cuerpos inertes de los dolientes podrían manchar la fina tapicería de su vehículo.
Poco a poco Mercero nos irá dando pistas acerca del carácter del protagonista. Un ser despreciable, maquiavélico, dictatorial, amoral y cobarde que parece haberse enriquecido fruto de su matrimonio con Eva (Lucía Bosé), una bella mujer perteneciente a la aristocracia y fría como un témpano. Ricardo y Lucía forman la típica pareja burguesa que no desprende ningún síntoma de afecto, un dúo artificial que da más importancia a las apariencias que a la realidad disfrazando su unión con un cariño ausente tal como la falta de hijos que Eva parece cargar en contra del felón Ricardo. Como muestra de su afecto tan solo se sugiere el intercambio de regalos que se harán mutuamente, el ya comentado coche y un cuadro que será adquirido en una subasta en dura pugna con una misteriosa mujer que se hará cómplice de Eva durante el desarrollo de la trama, no sabemos con que enigmáticas intenciones. Se trata por tanto de un enlace débil, apático y seco del que el gerente del taller de restauración huirá a través de una relación adúltera que mantendrá con su empleada María (May Heatherly), la única evasión que le queda ante la insensibilidad que empapa su existencia.
Pero la visualización del accidente y su tímida reacción ante el mismo tendrá funestas secuelas, ya que a Ricardo le corroerá el sentimiento de culpa cristalizado en la aparición reiterada de la visión de unas manchas de sangre que salpican los asientos traseros de su coche emanando a borbotones sin posibilidad de ser cicatrizadas. Esta pesadilla atormentará al empresario cada vez que toma los mandos de su auto y será únicamente compartida con María, puesto que ocultará su omisión de socorro tanto a su esposa como a esa galería de personajes pertenecientes a las altas esferas de la sociedad madrileña, entre ellas esa mujer que pujó por el cuadro que Ricardo regaló a Eva (llamada Patricia Lafond), que introducirá al matrimonio en los círculos frívolos y superficiales de la nobleza acaudalada que disfrutó de todos los placeres, tanto permitidos como prohibidos, a lo largo de los años de dominio totalitarista.
La película se destapa como una crítica para nada soterrada de esa España en blanco y negro de los años sesenta y setenta que tantos beneficios y provecho arrancó en la dictadura. Resulta fácil asociar ese accidente de coche y la actitud de Ricardo, con la de los vencedores de la guerra civil y su convivencia con los atropellos sufridos por las víctimas de la confrontación civil. De esos cuerpos enterrados en las cunetas ocultos al ojo público. De esa indiferencia de la ciudadanía que termina aceptando el caciquismo y las tropelías cometidas sin alzar la voz ni siquiera cuestionarse las mismas. La columna vertebral del texto escrito por el propio Mercero se plantea ciertas cuestiones como esos dilemas y remordimiento que presionan y torturan a quienes no hacen nada por trocar un sistema corrupto y tiránico con el fin de distanciarse de las dificultades y preocupaciones que ello supondría. Mercero consigue hilar un vestido kafkiano, turbador y morboso —valiente aparecerá esa fiesta final que reúne a un grupo de ricachones en el chalet de Patricia Lafond borrachos de alcohol, estupefacientes y demás vicios, siendo relevante esa insinuación que parece revelar que entre Eva y Patricia ha nacido algo más que una simple amistad— gracias a una puesta en escena árida, alucinógena —con cierto abuso de zooms y primerísimos planos que trituran el cerebro, y de esas alucinaciones en forma de manchas de sangre que sufre el protagonista—, sofocante y enrarecida que se sustenta en un verbo narrativo algo tedioso que prima la lentitud sobre la agilidad. Las pistas se irán desgranando poco a poco con mucho sosiego, algo que podría desencadenar la desesperación de ese público que premia el frenesí sobre la reflexión.
Desde el punto de vista técnico a la película quizás le falta algo de empaque y riesgo en cuanto a puesta en escena mártir de un montaje que carece de algo de cadencia y de una fotografía que, aunque bien resuelta, no contiene ningún foco que permanezca en el recuerdo. Desde el punto de vista interpretativo el elenco cumple a la perfección el cometido, destacando nuevamente un José Luis López Vázquez que vuelve a bordar un papel alejado de su vis cómica, demostrando que le sentaban como la seda esos personajes retorcidos de semblanza oscura. Del mismo modo Lucía Bosé consuma una interpretación glacial y perturbadora que encaja muy bien con el encargo encomendado, sobresaliendo igualmente una angelical May Heatherly quien representará a esa clase media achantada que nada hace por remover el signo de las cosas, y una enigmática y morbosa Yelena Samarina bajo el paraguas de esa aristocracia ligera y lasciva que se mueve libremente dentro de la prisión que atenaza a los simples mortales.
Sin alcanzar cotas de genialidad indeleble, Manchas de sangre en un coche nuevo emerge como una rareza de ese cine de género español tan poco cultivado en los años de dictadura y que tan buenos frutos recolectó. Una cinta que señala el afán de ese primer Antonio Mercero por marcar un territorio propio e intransferible que posteriormente acabaría derritiéndose entre los platós televisivos en productos más comerciales y convencionales frente a esa osadía que exhibían sus primeras obras. Una pieza que por tanto se abre como un perfecto escaparate de una filmografía tan ecléctica y extravagante como interesante que merece sin duda la pena rastrear.
Todo modo de amor al cine.