Cuesta decir qué es exactamente lo que impide a La fábrica de nada ser una película redonda. Porque, en realidad, el trabajo de Pedro Pinho aborda muchos temas interesantes. En primer lugar, está la (obvia) crítica del sistema capitalista: los empleados siendo tratados como mano de obra manipulable, los empleadores camuflando la sumisión y la obediencia de civismo y diplomacia, los patrones vendiendo una situación desastrosa como una bifurcación inevitable y repleta de oportunidades… En segundo, tenemos la exploración de posibles respuestas al sistema denunciado: el análisis de las opciones existentes (al parecer, solo una: ocupar la fábrica y hacerse con las riendas del negocio) y sopesar qué tipo de consecuencias puede tener el hecho de responder (entre otras, la necesidad de aprender a gestionar un negocio y la dicotomía ideológica de reproducir los patrones aprendidos o construir un taller auto-gestionado).
Y todavía hay más. Porque, llegado el momento en que los trabajadores logran ocupar la fábrica en que trabajan (decididos a rechazar las condiciones de despido impuestas por los superiores), Pinho introduce un nuevo personaje. Se trata de un cineasta que, enterado de la situación, quiere convertir en documental la lucha de los empleados. De hecho, está decidido a conducir los acontecimientos de tal manera que desemboquen en el final que le interesa. Tal introducción nos da un nuevo punto de vista que, inevitablemente, confluye en nuevas reflexiones. Porque la visión de esta tercera persona será formulada exclusivamente en clave ideológica: su puesta en escena supone el abandono del punto de vista afectado (el de quien lucha por un sueldo) para analizar la situación desde un marco teórico. Un nuevo punto de partida que encuentra su clímax en una interesante secuencia en donde el documentalista reflexiona con sus colegas intelectuales sobre la contradicción del sistema capitalista: el hecho de que relacione (según ellos) “valor” con “lucrativo”.
De esto último se desprende, consecuentemente, un nuevo discurso de carácter metalingüístico. Me explico. Dicho documentalista teoriza, desde su cómoda posición de espectador, sobre la situación que viven los trabajadores. Y, decidido a plasmar su discurso progresista, se dispone a intervenir en las acciones de los personajes con la finalidad de obtener, en realidad, dos cosas: por una parte, el producto cinematográfico deseado, y por otra, la confirmación de su propia teoría. Ahí tenemos la clásica contradicción entre ideología y puesta en práctica, tan bien expresada en la manida frase «los pensadores siempre tienen la panza llena». Hablando en plata: no será el documentalista quien pierda el sueldo. Pero, del mismo modo, nadie como él puede analizar la situación desde una perspectiva distante y (relativamente) desapasionada. Es precisamente su falta de implicación la que le da la visión (supuestamente) adecuada para analizarla de forma objetiva.
Pero en cualquier caso, nada puede salvarlo del abismo que tiene enfrente: la imposibilidad de transmitir su (presuntamente) acertado discurso sin adoptar un rol paternalista. Y esto es algo que le sucede, del mismo modo, al director Pedro Pinho: también él se sirve de una serie de personajes convenientemente manipulados para exponer una reflexión. De ahí que el documentalista actúe como una suerte de alegoría metalingüística sobre la posición que ocupa Pinho. Tal vez sea la conciencia de esta contradicción la que le conduzca a explorar a fondo tantos puntos de vista, me atrevería a decir que con cierta ansiedad, como si intentara cubrir todos los frentes por los que prevé ser atacado. Tal vez también se deba a ello la excesiva duración del largometraje, 177 minutos a lo largo de los cuales el director aborda infinidad de estilos (número musical incluido) logrando a veces aciertos notables y cayendo en otras en cierta redundancia.