Todo puede pasar en una noche. De hecho siempre ha sido este espacio nocturno cinematográfico el que ha propiciado aventuras y desventuras, situaciones absurdas y persecuciones de toda índole. Invariablemente hay un factor común en todo ello, el romanticismo. Como si los recovecos, los garitos, las luces de neón, la música del ‹night club› indujera a la utopía, a la búsqueda de uno mismo mientras se tantean otros objetivos, normalmente de índole amorosa. Cuando llega la noche de John Landis podría ser el ejemplo perfecto de ello mostrando los efectos de lo que la noche puede hacer de un simple paseo nocturno.
Night is Short, Walk on Girl nos introduce en este mundo de multiposibilidades nocturnas, de situaciones locas que en el film de Yuasa adquieren formas incluso alucinógenas, pero buscando una perspectiva diferente. Al fin y al cabo, aunque estamos en el territorio de la búsqueda del amor por parte de un joven, esto se presenta de forma pasiva, poniendo el foco en lo que ocurre con la chica objeto de deseo. Una noche pues, que se convierte en una suerte de carrera de obstáculos inacabable.
Yuasa construye una especie de cuento deudor de La caperucita roja, donde su protagonista vive un proceso de exploración y de autodescubrimiento. Una aventura iniciática, casi un rito de paso, donde en sus interacciones con personajes de todo pelaje no solo deberá sobrevivir a sus intenciones sino que, con ello, se produce un acto de autoafirmación femenina, de independencia. No únicamente se trata de crecer, se trata de afirmar la necesaria autosuficiencia de género.
Puede que Night is Short, Walk on Girl peque, primordialmente en su tramo final, de cierta tendencia al estiramiento innecesario de la trama, a retrasar el desenlace a base sustancialmente de una exageración estética de lo acaecido, tomando formas de delirio pesadillesco que nos aleja de ese tono jovial y sincrético en la presentación de los personajes que nos había ofrecido en su primer tramo.
Esto crea un desequilibrio obvio en la cinta en cuanto a su tono. Evidentemente el género puede ser transversal, pero en este caso la sensación que produce es de (pequeño) descontrol, de arenas movedizas estructurales que no permiten asentar correctamente el discurso que se quiere ofrecer y generando un cierto desconcierto al respecto de a dónde se quiere llegar y qué se quiere transmitir.
Cierto es, sin embargo, que no se puede desdeñar en absoluto ese canto a la libertad y a la imaginación que se nos propone de entrada. Un delirio que se mueve entre el realismo de la noche japonesa y la comedia del absurdo. Yuasa propone pues una aventura donde todo es posible, todo está abierto y donde la noche se presenta como un trampolín, como una senda necesaria a recorrer. Su falsa claridad, sus peligros acechando, son solo pequeños mcguffins argumentales, situaciones que hay que sortear para llegar a la conclusión final del film, ya insinuada, de alguna manera, en el título: con la noche nada acaba, todo está por comenzar. Al fin y al cabo el último plano opera en este sentido no como objetivo argumental cumplido sino como inicio real de la aventura.